domingo, 15 de abril de 2012

El peor delincuente del mundo, o la triste historia de un ladrón sin suerte



Aldo Roque Difilippo

Su nombre fue utilizado como ejemplo del peor delincuente de todos los tiempos.
Era realmente el peor delincuente, y eso le pesaba, le dolía. Era una bofetada al orgullo de una familia de ladrones, contrabandistas, falsificadores, cafishios y asesinos. Su estirpe se remontaba a las leyendas de matreros y bandoleros a punta de facón y coraje. Su apellido fue temido desde que su tatarabuelo asolaba Pulperías y Estancias, enancando por la fuerza a chinas y botines de toda índole.
Su abuelo, su padre, hermanos, tíos, primos, y casi todas las ramas de sus genes, hicieron de lo ajeno y lo prohibido su modo de vida, y su destino.
Él no podía ser menos, no podía defraudar su sangre, y salió por el mundo a construirse una leyenda. Pero el destino le jugó una carta ingrata. En su bautismo de fuego, en el primer asalto, olvidó cargar el revólver y terminó preso.
En el segundo intento pretendió seguir los pasos de su abuelo, y hacerse contrabandista, pero la noche le provocó un miedo tan aterrador que olvidó la carga y cruzó el río en estampida ante los chistidos de las lechuzas.
Quiso falsificar dinero, pero no supo como. Quiso tentar fortuna en los juegos clandestinos, pero nunca le habían gustado las cartas, era torpe con los dados, y el azar siempre le mostraba el lado contrario a la suerte de la taba. Quiso ser la mano dura de un caudillo político, pero le faltaba físico y terminó magullado y sin un peso en una oxidada cama del Hospital.
Bajó un escalón más, buscando su vocación en el rapto y la extorsión, pero lo embargó la pena de  los ojos verdes de una joven que clamaba por regresar con sus padres; y abandonó el oficio.
Por descarte de infortunios siguió los pasos de su tío, y quiso ser  cafishio. Se compró un traje negro, corbata blanca, zapatos de dos colores, y un sombrero que le quedaba algo grande. Conoció una mina y la hizo suya.
Sonrió pensando que había encontrado su especialidad en el arte delictivo, pero nuevamente el destino le tenía reservada otra jugada: el amor.
Ahora, puntualmente a las seis de la mañana, marca su tarjeta,  y sale con su carro y escobillón por las calles. A la tarde, silba un tango amorfo mientras friega la ropa o lava el piso, mientras su mujer llora desconsolada por las penurias de la pobre muchacha, que todas las tardes muere de amor en la televisión.

escrito el 31 de enero de 1999.
Cuento incluido en el libro “Verdades a Medias” 2, editado en coautoría con Wilson Armas.

sábado, 14 de abril de 2012

Déjà vu


Para Matías Rótulo,
que me prestó esta historia.
  

Aldo Roque Difilippo



Necesitaba dormir, caer sobre la cama y olvidarme del mundo, fulminado por un sueño profundo que me borrara recuerdos y rastros de aquel día melodramático. Comí un trozo de carne que mi impericia culinaria chamuscó en aceite hasta convertirla en un remedo burdo de milanesa. Por suerte me quedaba media botella de vino, que aunque no era bueno, cortado con un resto de refresco, me sirvió para dejarme un regusto  agradable, como el recuerdo de fin de semana. A las nueve de la noche ya estaba acostado, pensando en lo bueno que sería dormir sin soñar.
 Los sueños siempre me han dificultado el descanso, haciéndome despertar  en medio de la noche con el cuerpo sudoroso, la respiración estúpidamente entrecortada,  o buscando  en la oscuridad del cuarto la explicación al desamor que me invade y me hace renegar de mi incurable soledad.
  Creí dormir, y en esa medianería entre el sueño y la vigilia tuve la certeza que  algo me rozó la cara. Una leve brisa de caricia que me puso alerta. “Tonterías” pensé, y volví a cerrar los ojos al tiempo que un leve roce etéreo y frío pasó por mi mejilla. Me quedé tieso simulando no haberlo percibido, pero la respiración comenzó a agitarme el pecho,  y desde lo profundo de la oscuridad del cuarto un ronquidito sordo de moribundo añejo  pareció responderme.
  Prendí la luz de un manotazo. Miré a los costados, debajo de la cama. Abrí los ojos como si no tuviera párpados intentando verlo todo, y todo estaba ahí: la mesa de luz, el ropero, la puerta entreabierta hacia la cocina, mis pantalones sobre la silla… todo, y yo estúpidamente solo y agitado.
  “Parece mentira” me increpé “un tipo racional, materialista, maduro, sobresaltado por monstruos imaginarios”; y el celular crepitó  anunciando un mensaje de texto.
-¡La puta madre! –grité.
  Era mi hermana comunicándome no se qué banalidad.
  Apagué el celular sin contestarle. Apagué la veladora y me obligué a dormir, pero entreabría un ojo como cuando era niño que aguzaba el oído buscando en lo oscuro de la noche los sonidos más insignificantes y terribles.
  Debajo de las sábanas se nos despierta una perversa inquietud, y el mundo exterior  en esa cálida oscuridad  del cuarto, parece más sombrío y amenazante. El viento ululando sobre una chapa, el goteo de la canilla como un metrónomo marcando el compás de las horas que no pasas, el reloj  con su rozar de pasos próximos a darnos captura.
  Y me dormí profundamente, con esa enorme paz  ignorante de los recién nacidos.
  Es raro, pero no recuerdo hacer despertado, o tomar el ómnibus. Tenía ese  gusto a amanecer rancio de empezar  un nuevo lunes y la espalda reclamando un poco de descanso.
-¡Estás ahí,  apurate! Hay una lista enorme de pedidos por cumplir.
- …
-¡Movete pelotudo!
  Salí expulsado, casi como aquellos dibujitos de historietas; y me vi  atravesando la calle con un par de cajas y una boleta para cobrar. Miré la dirección  y como no entendí la caligrafía volví por indicaciones. Contra la Farmacia, mi antiguo y actual trabajo, una voz familiar surgida de una obra en construcción me obligó a detenerme: “Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo”, dijo en un discurso que me pareció ya escuchado. Traspuse un recinto de lo que seguramente sería el futuro living, lleno de escombros y polvo. El hueco  de lo que sería otra puerta y la imagen de dos obreros justificaron el golpeteo de un cincel desprendiendo revoques.
  “A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba”… siguió la voz y la seguí. Estaba allí. En medio de un gran espacio donde la luz caía a plomo, blanca e hiriente. Su figura no  proyectaba sombra alguna, ni siquiera la nariz en medio de esa cara calva que tantas veces había visto de lejos, pero que me resultaba familiar.
  “¡Es Eduardo Galeano!” me dije apretando cada letra. A su lado un militar uniformado de fajina miraba la nada.
  “El mundo es eso –reveló-. Un montón de  gente, un mar de fueguitos”, recitaba Galeano sentado en un taburete diminuto con las manos atadas hacia delante, apoyadas sobre una mesa muy alta.
  “Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fueguitos iguales”…
  Tanteé mis bolsillos. “No tengo cámara fotográfica” me dije. “Estoy frente a la foto de mi vida, y no tengo cámara. ¡Ante la mejor nota que jamás escribiré y nadie podrá creerme porque no tengo una puta cámara fotográfica!... ¿Y para qué quiero una cámara de fotos si yo  no sé escribir notas? Tengo que ir a entregar este pedido, pero tengo una cámara y quizá sea la nota  de mi futura vida de periodista, no de repartidor de farmacia; del oficio que algún día aprenderé”.
  Salí corriendo. Los obreros seguían picando pared, mientras Galeano insistía: “Hay gente de  fuego sereno, que ni se entera  del viento, y gente de fuego loco”…
 “Una cámara” grité al salir y en la puerta de la Farmacia  el gordo Mario no entendía nada. Estaba parado allí, eternamente joven y diáfano. Estuve tentado de abrazarlo, como se abraza a un amigo ausente o mejor dicho a un ser muy querido y recién resucitado, pero el gordo siempre fue medio homofóbico y no le habría gustado semejante escena.
  Pasé a su lado corriendo con una agilidad inusitada, como si tuviera 20 quilos menos, y salí con mi cámara que parecía pesar como un tanque, que me retrasaba el regreso, aunque era extrachada y diminuta.
  Me metí levantando polvareda casi como el Speedy González que me acompañó las meriendas  de la infancia en aquel televisor en blanco y negro que me ayudó a imaginar todos los colores.
  En la obra en construcción no reparé si los obreros seguían con su cincel. En el amplio espacio iluminado solo quedaba la luz cayendo indolente, empeñándose a borrar  las sombras. No había nada, ni una mota de polvo que recordara a Galeano recitando frente al milico. Nada bajo la luz que me dejó los ojos como un conejo enredado en las sábanas. En las sábanas que me mostraban que todo estaba ahí: la mesa de luz, el ropero y más allá la cocina.
  A la tarde cuando en aquella conferencia que debía cubrir para mi crónica obligatoria en el periódico, en un escalofrío que me recorrió la espina dorsal. Eduardo Galeano leía por primera vez, y en exclusiva: “… pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende”.

domingo, 8 de abril de 2012

La otra historia de
Blancanieves



Aldo Roque Difilippo


El príncipe llegó, la besó, y ella despertó. Es que los hechizos surten efecto cuando  anda merodeando un príncipe deseoso de besar blancanieves dormidas.
Los enanos festejaron. Ella los abrazó uno a uno. El príncipe también, y quiso retribuir la devoción con que la cuidaron mientras duró el hechizo de la manzana. Por eso tiempo después regresó, ya princesa, para llevarlos al Palacio. El Príncipe los colmó de atenciones, retribuyendo en parte lo que hicieron por su amada.
Ellos abandonaron sus picos, sus palas, y la vieja casita en el bosque, y comenzaron a deambular por el Palacio o por el enorme jardín, disfrutando del aroma de las flores y el trinar de los pájaros.
Aquella multitudinaria convivencia comenzó por provocar las primeras discusiones. Un par de zapatos en medio del pasillo, una taza con restos de leche abandonada sobre la mesa, o los inoportunos ruidos de alguien en medio de la noche que nuevamente despertó a  todo el Palacio, comenzaron erosionando la convivencia.
Es que los enanos estaban muy viejos, y quizá añoraban sus antiguas rutinas. Lo que en principio fue sonrisas y frases afectuosas se convirtió en continuas discusiones por cosas banales, sobre todo cuando la dulce Blancanieves corría, en plena noche, en busca de mamaderas o pañales limpios, tropezando con toda clase de objetos en los pasillos, o en la cocina, o descubría que alguno de los enanos nuevamente intentó combatir el insomnio con un vaso de leche tibia, sin preocuparse que ya no quedaba más y que el niño se despertaba en la madrugada reclamando su alimento, y que los criados debían atravesar el patio para ordeñar las vacas, despertando a medio Palacio. Más de una vez fue el propio Príncipe quien fue hasta el establo, en plena noche, en busca de leche, procurando que el Palacio siguiera descansando tranquilo, pero fue en vano. Las luces comenzaban a encenderse, y desde cada habitación surgían voces de protestas o de reclamos, y al otro día todos andaban con sus ojeras y el cuerpo reclamando una cama tibia.
Una mañana, tras un nuevo altercado en la madrugada, el Príncipe dio la orden que trajo un poco de sosiego al Palacio, y aunque Blancanieves se resistía a admitirlo, terminó reconociendo que su marido tenía razón. Rato después, con escasa ceremonia y besos parcos de despedida, un carruaje partió con los siete enanos rumbo al geriátrico.

23/12/99

(*)  En junio de 2008 este cuento recibió una de las menciones en el  concurso  “Nibia Sabalsagaray”,  en homenaje  a la joven militante de la  Unión de Juventudes Comunistas (UJC) que en 1974 fue asesinada en un cuartel  de Montevideo, pocas horas después de su detención. Además de su militancia  política  y gremial Nibia Sabalsagaray -oriunda de colonia suiza- incursionaba en la creación literaria.
Retrato de Neftalí,
es decir Pablo





Aldo Roque Difilippo

Pablo fue Neftalí, el hijo del viejo Reyes decidió apellidarse como su poeta preferido. Neftalí quiso escribir y lo hizo como ese Pablo que admiraba pero con un verso desparejo y apasionado, con ese olor a salitre del Pacífico y el ondular cordillerano. Desparejo como su voz rasposa que parecía pertenecer a esas estatuas de los mascarones de proa que años más tarde coleccionaría y que le daban noticias de mares infinitos, de horizontes de azules y verdes marinos intocados; de sueños marineros y manos callosas de redes y sol.
La vida lo hizo comunista. La pasión, poeta. Las mujeres, un eterno enamorado del existir; y se dejó morir tras ver a Allende muerto en La Moneda. Se dejó vencer ante tanto sufrimiento propio y ajeno, y esa larga cinta caprichosa que es su Chile lo lloró en silencio, custodiado por infames fusiles que acordonaron los claveles blancos de la procesión.
Nació como Neftalí y murió Pablo. Se apellidaba Reyes y le decían Neruda; y su voz ondulante como ese horizonte andino recorrió la América descalza y se pegó en el alma de casi todos los enamorados que encontraron en sus versos la explicación justa para expresar su pasión.


27/12/01

(*) Este cuento resultó finalista en el Primer concurso de cuentos cortos “Álvaro Cepeda Samudio” organizado por la “Editorial (Sic) En el medio”  (Bucaramanga – Colombia), 2005.

jueves, 5 de abril de 2012



La risa del  cielo



Aldo Roque Difilippo


- Entonces vino el hombre, sacó su espada y empezó a pegarle al cielo.
El hombre tenía mucha fuerza, pero el cielo estaba duro y no se dejaba rajar. El caballo en el que llegó el hombre comenzó a reírse a carcajadas, porque por más que el hombre pinchaba el cielo, el cielo se le reía porque la espada le hacía cosquillas. Tanto se reía el cielo y el caballo que el hombre se enojó más todavía y seguía pegándole con más fuerza, pero el cielo era muy fuerte y los golpes le daban cosquillas.
En ese momento llegó el pato Donald y también comenzó a reírse. Se agarraban la panza porque no podían más, le dolía de tanta risa, y un dinosaurio que pasaba le dijo al hombre que no le pegara al cielo, que no iba a poder romperlo porque él era muy alto y nunca pudo alcanzarlo y porque los pájaros le contaron que ellos tampoco. Que sólo a veces le hacían cosquillas al cielo y las nubes se mataban de la risa y se les escapaban algunas lágrimas de tantas cosquillas...
- ¿Y dónde te contaron esa historia, Joaquín? -interrogó la  madre desbordada de tanta imaginación.
- Fue una película que pasaron en la almohada.

26/01/01


(*) En 2005 este cuento fue seleccionado para  integrar la  antología digital de autores latinoamericanos en homenaje a Hans Christian Andersen al conmemorarse el bicentenario de su nacimiento. La selección de este libro digital la realizó la revista cubana Dos Islas dos mares.