viernes, 18 de mayo de 2012


¡Guerra al godo!




Aldo Roque Difilippo




El hombre para sobrevivir debe valerse de artimañas, y  mucho más en tiempos difíciles cuando a mis 34 años, allá  por 1811, se produjeron las revueltas en los campos de Asencio. No se si estuvo bien o mal, puedo decir a mi favor, que sobreviví, cosa difícil en los años de la revolución. Don José  llamó: "Ramón  Fernández", y de inmediato contesté "Presente" al frente de 96 Blandengues, avanzando resuelto en la columna del centro en el glorioso día que vencimos en Las Piedras. Estaba acostumbrado a cumplir las órdenes, desde que era Cadete en el Cuerpo de Blandengues en Montevideo, en 1799, experiencia que acumulé también en 1804 cuando me ascendieron a Oficial en el Cuerpo de Veteranos de Caballería de Blandengues de la frontera de Montevideo; pero la mayoría del Ejército poco sabía de disciplina en el arte de la guerra: gauchos de todos los lugares, libertos, indios con sus chusma, que avanzaron como un enjambre de avispas enojadas.
El 18 de mayo amaneció sereno, luego de tres días de lluvia.
Veníamos cansados, pero deseando toparnos con las fuerzas realistas. Un rencor contenido corría por boca del paisanaje.
"Guerra al godo" vociferaban los hombres en los fogones. "Guerra al godo" repetían las chinas en los pericones. "Guerra al godo" parecían repetir nuestros caballos que se empecinaban  cinchando en el barrial, cruzando arroyos desbordados, o aguantando la lluvia y el frío cuando acampamos en Guadalupe, y en Canelón Chico a la espera de la orden que desatara ese grito contenido.
Tiempo después, ese grito se transformó en un canto hermoso que le escuché a un guitarrero en una pulpería por Guadalupe.
No recuerdo ni el nombre ni el aspecto del paisano, pero me quedaron  prendidos algunos versos sueltos:
 
"...No me vengan con embrollas
De patria ni montonera
Que para matarse al ñudo
Le sobra tiempo a cualquiera..."

"...Cielito cielo que s¡
Baya un ciento para todos
Miren que lindos patriotas
Los Portugueses y Godos..."
 
"...Cielito cielo que s¡
Baya un betún por detrás
Tres patrias hei conocido
No quero conocer más..."

En el campamento la paisanada se entretenía en torno al mate  la guitarra. Don José fumaba, rodeado de sus jefes, en cuclillas, mientras la guampa con ginebra pasaba de mano en  mano de la rueda que evaluaba la situación.
Había recibido informes de los movimientos de su hermano Manuel Francisco, y de los patriotas que habían partido rumbo a Colonia. Mientras sus jefes dialogaban acaloradamente, él los observaba como rumiando las ideas. Su actitud era como esas garúas cansinas y pertinaces que parecen inofensivas y cuando nos damos cuenta nos han empapado sin remedio.
Por la noche se lo vio recorrer los fogones, aceptar un pedazo de asado o un trago de ginebra. Después se entretuvo conversando con un grupo de indios que, apartados del resto, parecían querer desentrañar el misterio de la noche cerrada, con la mirada perdida en aquella negrura infinita. Ellos lo llamaban "El gran cacique" y lo veneraban tanto como a sus viejos caciques, en tanto don José los respetaba quizá  más que a los altos oficiales que lo acosaban con consultas, o  dándole informes de los movimientos del enemigo.
Escuchaba los consejos de los más viejos con una espectación de niño curioso, dialogando en su lengua como pocos he visto en nuestra campaña.
La gente estaba resuelta, y fue arduo el trabajo del  General y  los jefes de división para poder contenerlos. Parecía que las tacuaras se desbocaban de las manos de los hombres.
Incluso la indiada y los lanceros del Batallón de libertos sentían como sus armas exigían el encuentro, apuntando incesantemente en dirección a los muros de Montevideo. En este grupo encontré a una negra bellísima, empapada bajo la lluvia, que azuzaba el ánimo de sus compañeros, mientras sus motas, en notoria rebeldía, seguían resistiéndose a aplanarse con el agua. Después, Soledad Cruz, la morena lancera del Batallón de Libertos, avanzó en la primera fila de la infantería, con su pecho desnudo como lo habían  hecho sus abuelas africanas, y cayó semi inconsciente al explotarse un barril de pólvora en pleno combate.
Soledad había tenido amores con una sombra, y quizá por eso salió ilesa de aquella batalla. Tiempo después la vi con sus pies descalzos, su vestimenta raída y sucia, acompañando al General en la redota. Ni el vestido gastado, ni los talones rajados por la caminata, pudieron aplacar la rebeldía de Soledad, con sus motas más negras y encrespadas.
La orden era esperar, y a nuestro pesar lo hicimos. Recién sobre las 10 de la mañana se produjeron los primeros tiroteos entre ambas caballerías. Se fue generalizando el griterío entre criollos, indios, mulatos y negros.
Una partida realista se desprendió para dar alcance al  grupo de Antonio Pérez que había salido al encuentro con la orden de llamar la atención. Los godos golosos ante una victoria segura, avanzaron más de lo prudente sobre el pequeño grupo, obligando a su jefe a salir en su auxilio.
Don José Artigas convocó a Junta de Guerra y  todas las opiniones coincidieron en que era el momento propicio para atacar. Después exhortó a la tropa, recordando los triunfos anteriores y el honor con que debían distinguirse los soldados de la Patria, en tanto todos repetían que estaban dispuestos a sacrificar sus vidas en la empresa.
"-Empuñemos la espada, corramos al Combate!  -dijo don José- Venguemos nuestra patria. Tiemble el déspota de nuestra justa venganza. Su centro será convertido en polvo".
Don José estaba enardecido por la respuesta obtenida, recorriendo al galope cada línea del Ejército. Estaba realmente desconocido, con una euforia indisimulada, y no era para menos, la noche anterior se había enterado que los godos saquearon la Estancia de su familia, llevándose más de mil cabezas de ganado.
La intención era sacar al enemigo de su ventajosa posición, y la aparente huida de los comandados por Antonio Pérez se convirtió en una estrategia formidable.
Ya en campo favorable para nuestros intereses, la balanza se equilibro, llegando a volcarse a nuestro favor, ya que en el primer encontronazo la mayor parte de la caballería española se pasó a nuestro bando, luchando con tanto fervor como nuestros más encendidos  combatientes.
"-Carajo!  -gritó don José, y después-...Jaha perupi...";  y todos nos lanzamos al ataque.
Los godos hacían estragos con su artillería, en tanto la nuestra, escasa y poco adiestrada, solo llegaba a aturdirnos con el estruendo.
Desatada la guerrilla, don José recorrió nuevamente cada fila, recordándonos el honor con que debíamos combatir siempre los soldados de la Patria, para encargarse en dirigir la Infantería veterana.
Sintiendo el impacto de nuestro movimiento rápido, los Godos comenzaron a retroceder, sin poder evitar el encuentro fuera de la altura ventajosa que ocuparon en la mañana. Después la caballería española echó pie a tierra, y nosotros comenzamos a buscar el combate cuerpo a cuerpo.
El General Artigas notó que el entrevero no nos favorecía, ya que nuestra inferioridad de armamento era notoria. Con mucho esfuerzo junto a sus oficiales, logró recomponer la formación de batalla, regulando los fuegos, al tiempo que la artillería española hacía sentir todo su peso en los tres puntos de nuestra línea.
Ubicó dos hileras de tiradores que comenzaron a avanzar bajo el asedio de los godos, obligándolos a replegarse hacia Las Piedras, mientras algunos de su tropa tiraban las armas para meterse en las zanjas y  así quedar a cubierto de las balas.
En tanto, el Teniente Coronel Manuel Francisco Artigas y su tropa culminaba su movimiento envolvente que cortó la retirada de los godos, mientras don José montaba su segundo caballo dándoles la orden de avanzar. La entrada en acción del grupo de la extrema derecha al mando del  hermano de don José contribuyó a rubricar nuestro éxito en el combate.
Todos los esfuerzos de los cañones godos fueron inútiles para contener el avance de nuestras chuzas, de nuestros indios y gauchos  que llegaron hasta la boca de los obuses,  acostumbrados al combate cuerpo a cuerpo.
Los españoles tiraron sus fusiles, levantando la bandera de parlamento. El General, a pocos pasos de Posadas, le dio garantías de que sus vidas serían respetadas.
El triunfo fue rotundo, y el General debió empeñarse nuevamente en contener el ardor de los nuestros para evitar los excesos de la tropa.
Eran las cuatro de la tarde, y el desenlace de la batalla había rubricado nuestro éxito.
Quedaba entonces la ingrata tarea de recoger los muertos, mientras don José ordenaba a su Ayudante Mayor que tomara el pueblo de Las Piedras. Allí los godos tenían su reserva, y si no fuera por el movimiento de la columna de Manuel Francisco Artigas, que les cortó la retirada, la historia pudo ser muy diferente.
En Las Piedras quedaba una guardia de 30 plazas, con un cañón de a 4 y unos ciento diez hombres. Se habían improvisado trincheras y las azoteas del pueblo le servían de parapeto.
Sin derramar sangre se consiguió la rendición, y al ponerse el sol, los clarines anunciaron el triunfo definitivo.
Logramos hacernos de 482 prisioneros y 22 oficiales, cinco piezas de artillería, municiones y muchas armas.
Ya en Las Piedras dimos cristiana sepultura a los 13 valientes patriotas caídos en combate. Ramón Arregui, de las Milicias de Montevideo, Fermín (no recuerdo su apellido), Joaquín Quinteros, nativo de Buenos Aires, Victoriano (tampoco se su apellido, pero recuerdo que murió al amputársele una pierna por las heridas sufridas en combate), Juan de la Cruz Morón, soldado de la Tercera Compañía de Patricios de Buenos Aires, Hipólito y Francisco Lorenzo Cabrera, de la Compañía de Patricios de Maldonado, Gregorio Casaca, y un indio de quien nadie recordaba su nombre, son algunos de los valientes que ofrecieron sus vidas defendiendo la Patria.
A este indio lo recuerdo vigoroso avanzando sin  hacer caso a la descarga de la metralla, lanza en mano, y con una decisión pocas veces vista en un combatiente. Su cuerpo estaba mutilado, pero todavía  impresionaba la rigidez de sus músculos, como resistiéndose a dejar la lucha.
El amplio terreno donde se había desarrollado la batalla quedó salpicado de hombres heridos, y armas destrozadas por el fragor del encuentro. Por aquí, alguien se dejaba caer en el piso fangoso, exhausto por la lucha. Más allá, otro desmontaba para dar descanso a su caballo. En un extremo, los vencidos buscaban una explicación en algún punto distante del horizonte, donde no pudieran toparse con las miradas burlonas de aquel Ejército de desarrapados.

II

El Capitán José Posadas meditaba en medio del grupo de prisioneros. El desastre había caído sobre su Ejército y al cansancio por la ruda jornada se sumaba la demoledora sensación que se debe soportar tras la humillación que implicaba la derrota.
Días después, más sereno, escribiría a sus superiores sobre  "todas las particularidades ocurridas en esta Plaza antes de mi salida, solo me limitaré a imponerle desde el día 28 de Abril del presente año que salí llevando  a mis órdenes 186 compuestos de Marineros de Guerra y  Mercantes y entre ellos como unos 15 soldados de Marina los que dividí en dos Compañías mandadas por seis oficiales del Cuerpo de la Armada  con dos cañones violentos que eran servidos por Pardos y Morenos menos los Cabos de Cañón y cargadores que eran de Brigada".
Posadas levantó la vista del papel y no pudo  contener su impulso de anotar los elementos previos que propiciaron la derrota. "A la hora de mi salida ya noté los excesos de una gente que acavaba de desembarcarse, sin disciplina ni instrucción militar, pues todo el esfuerzo de los oficiales y el mío no fue suficiente a contenerlos de separarse del orden en que los hice salir, pues aunque anticipadamente mandaba cerrar las tabernas del tránsito, se  internaban en ellas y se hizo general embriaguez". Recordó los  hechos con claridad y los describió con puntillosa disciplina militar, pues aquella gente a su mando "Era enteramente insubordinada y sin disciplina y que por consiguiente nada  bueno se podóa esperar". Esa carencia de orden hacia los  mandos golpeaba fuerte en su moral de hombre acostumbrado al  rigor de la vida marinera, y el Alférez Juan Rosales llegó a  exasperar sus nervios, un personaje poco confiable "el cual verificó su conducta el día del ataque, pasándose  los Enemigos a quien está sirviendo desde entonces".
La lluvia  padecida a campo abierto servía para menguar el ánimo de la tropa y "fue  indispensable estar con las armas en la mano durmiendo en la formación de batalla con sus oficiales a la caveza,... principió la Tropa a enfermarse, y era forzoso remitir diariamente  este Hospital muchos Individuos cuyo reemplazo no regresaba, y de esta suerte se fue en pocos días desmembrando la fuerza;  lo qual también contribuyó la calidad de Tropa, que componiéndose de vecinos de la Milicia con Comercios y otras atenciones, quebrantaban, en el momento que les era posible, la estrechísima orden que yo havía dado para que solo diariamente se permitiese un hombre por Compañía para practicar diligencias y las de sus compañeros; sobre lo qual experimentó un perjudicial disimulo de los Cabos y Sargentos, y tolerancia en muchos oficiales, de suerte que hubo días de faltar hasta cien hombres, y todos los cargos que hacía me resultaban infructuosos".

 
III
El día de la Batalla el ánimo del Capitán Posadas declinaba en forma estrepitosa. Acostumbrado a los vaivenes del mar, a divisar el ancho horizonte con resolución, esta línea ondulada que se recortaba contra el cielo le deparaba sorpresas a cada tramo del camino. Una brújula o un sextante resultaban inútiles  -de haberlos tenido a mano- en aquel mar verde y  fangoso, pero extrañaba su presencia. Navegaba por un mar ignoto en una embarcación invisible, anárquica, que se dispersaba a cada tramo y que con mucho esfuerzo podía recomponer a fuerza de ordenes e insultos, de amenazas y rezongos.
Las divisiones se desorganizaban constantemente, y no era para menos. Resultaba imposible enfrentar a un ejército que avanzaba por todos lados, escasamente armados pero sin temor. El Capitán Posadas se esforzaba por recomponer las filas, pero sus esfuerzos resultaban inútiles, especialmente ante los embates de la indiada, que si bien contaba con pocas armas, se constituían en un enemigo difícil de combatir. De torsos desnudos, montando a dúo los caballos, mientras uno guiaba al animal a toda carrera, su acompañante montando al revés, lanzaba una lluvia de piedras y flechas, en medio de un griterío impresionante. Era un espectáculo devastador verlos avanzar blandiendo cuchillos y tijeras enastados, macanas de coronilla, y lanzas de tacuara.
Cinco horas en su vida de marinero resultaban poca cosa, tan solo un instante en la larga jornada dejando combar las velas y encauzar la nave en la dirección que marca la brújula. Pero ese tiempo, a campo abierto, en medio del griterío y la descarga de las armas, resultaron un suplicio para el Capitán Posadas, que se desplomó como un bulto cuando le mataron el caballo. Tras él, un sablazo que le hizo volar el sombrero, y antes que se repusiera recibió otro que le dividió el carrillo izquierdo.
Después vino lo esperado: levantar la bandera parlamentaria y la ingrata misión de entregar su sable asumiendo la derrota.
Las tropas orientales recorrían el campo de batalla, recogiendo heridos y  muertos, haciéndose de pequeños botines de guerra: un par de botas para un gaucho de talones embarrados, un sable que sustituiría una lanza quebrada en el fragor del encuentro, un crucifijo o unas espuelas de alguien que ya no podría utilizarlas. En el tumulto dos miradas se cruzaron. Los hombres se reconocieron. Las miradas dijeron muchas cosas en ese encuentro fugaz y sin palabras. Uno palmeó el hombro de un compañero herido, el otro se acomodó el sombrero y se quedó sentado en medio del  grupo de prisioneros.
Pedro Manuel García hubiera querido gritar que aquel que pasaba altanero vociferando vivas a la Patria era tan solo un traidor a las dos causas, pero su hombría se lo impidió.
Había conocido a Ramón Fernández  hacía muchos años cuando en su "Estancia de la Virgen" en las cercanías de la Capilla Nueva lo veía pasar hacia alguna pulpería o a visitar alguna china.
"Si habrás carneado a mi cuenta", pensó García y recordó que cuando escapó a Montevideo a ofrecer sus servicios a Elío tras el levantamiento de Asencio, le llegaron noticias de las artimañas de Fernández. "Ahora se te ve muy guapito, -caviló García masticando su rabia- pero yo se bien que cuando te mandaron a enfrentar al gauchaje que se reunía en Asencio, te hincaste y suplicaste por tu vida. Con gente como vos poco  podrá  hacer ese Artigas y su camarilla".
Ramón Fernández pareció adivinar los pensamientos de García y le devolvió una mirada intimidatoria. El español lo ignoró. Según pudo saber cuando los comandados por Viera y Benavídez armaron la revuelta en Asencio, Fernández había salido altivo a su encuentro, pensando que eran tan solo unos gauchos desarmados que le permitirían un triunfo fácil, y un ascenso, pero el Blandengue cayó en la trampa. Se adentró en el monte persiguiendo la partida de criollos y para su sorpresa recibió un ejercito incontenible. Los criollos habían azuzado varias lechiguanas y las avispas amedrentaron a los soldados que poco pudieron hacer ante tremenda embestida, salvándose tan solo un español, el Teniente José Maldonado quien se arrojó con caballo y todo al arroyo de la Calera. Ramón Fernández  -le había contado un chasque llegado de Mercedes- se arrodilló y suplicó por su vida, cayendo prisionero. Después, pudo averiguar Gutiérrez, se las ingenió para hacerse pasar por revolucionario, y de ah¡ en adelante se lo vió peleando por la causa artiguista.
Se enteró por diferentes emisarios, que este hombre, prepotente y poco confiable, ya preso en Mercedes, se enteró de un oficio que Viera debía mandar solicitando refuerzos, y se las ingenió para firmarlo, y después todos lo creyeron uno de los vencedores en Asencio y en la toma de Mercedes, cuando no era más que un pillo que aprovechó la circunstancia para sumarse al  bando ganador.
Un planazo en la espalda sacó a García de sus pensamientos. Apenas si pudo reponerse del golpe, y levantar la vista cuando una descarga de insultos y palos comenzaron a caer sobre los prisioneros, que iniciaron una larga caminata agotadora, semidesnudos y hambrientos. Debieron recorrer más de cuatrocientas leguas en una caminata que parecía no tener fin.
Los hombres llegaron al límite de sus fuerzas, mientras el frío y la carencia de alimentos los hacían caer constantemente, incorporándose por la lluvia de palos del gauchaje, que desde sus caballos no dejaban de insultarlos. En cada alto que hacía la columna, aquellos desarrapados se dedicaban a carnear algún animal y hacer circular la ginebra en torno al fogón, en tanto los prisioneros recibían la orden de quedarse quietos y callados.
A su espalda una columna de hombres y caballos avanzaba desafiante en dirección a los muros de Montevideo. Cerca de la Iglesia Matriz, en una finca de dos plantas doña María Rita Calvo de Gómez arropaba a su décimo hijo, de tan solo 35 días.
Lo habían llamado José María Leandro Gómez, quien estaría predestinado a pasar los primeros y los últimos meses de su vida en una ciudad sitiada.
Un vecino español escribía en su diario: "Hace pocos días que intimaron la rendición de la plaza y lo mismo hicieron con el Cerro y los parlamentarios se volvieron sin respuesta. Como es  probable que nos falten los víveres para subsistir, mediante a que nada debemos esperar de tierra, porque de la banda de fuera de los portones mandan ellos y es la razón porque hemos mandado algunos barquillos en busca de arroz, trigo, fariña y minestra. El estado en que se hallan las provincias del Río de la Plata ¿qué  podremos pensar? ¿Qué podrá suceder? Si calculamos con juicio podremos sin  disputa avanzarnos a decir que se perdió para siempre la America del Sur. No hay fuerza humana que haga variar la conducta ya a estas gentes, siempre propensas a pensar en daño del europeo. Mucho tiempo hace  que hicieron presente esto males a nuestro gobierno, pero débil siempre, ha mirado con desprecio, sin dar una contestación siquiera. Si ahora quiere pensar en el remedio, ya es tarde; sufra el mal enhorabuena, que la conducta que ha tenido para con esta parte del mundo ha correspondido perfectamente en sus resultados".

viernes, 11 de mayo de 2012


Nueve letras tercas







Aldo Roque Difilippo





   El paredón amaneció reclamando libertad. "LIBER ARCE" fue pintado en letras de alquitrán, negro y burdo, recordando a uno de los primeros mártires del terror.

  El blanco del paredón gritó en cada letra lo que todos repetían en voz baja, resistiendo a la lluvia. Una bofetada en nueve letras que era necesario silenciar.

  La orden fue impartida y manos militares, escrupulosamente blanquearon cada una de las letras.

  La pintura secó, y el paredón volvió a gritar "LIBER ARCE" pero esta vez de un blanco inmaculado en medio del blanco raído de la ancha superficie.

  Nueva orden, y nuevas brochas se esmeraron con la cal, blanqueando cada centímetro del machucado reboque, pero volvió a brotar el "LIBER ARCE" del alquitrán, algo más tenue, pero cada vez más evidente.

  La charretera libró otra orden, más drástica y aleccionadora: "Picar el reboque; esa es la solución", y el cincel milico y obediente con extrema pulcritud picó una a una aquellas letras ofensivas.

  A la tarde, un bajorrelieve perfecto gritó: "LIBERARCE", con más fuerza y vigor.

En la calle un murmullo terco comenzó a repetirse: LIBERARCE, LIBERARCE, LIBERARCE; persistente, desprolijo.


  El paredón se había convertido en una amplia superficie inmaculada, ahuecada por esa frase unida por el cincel; y que todos repitieron en voz baja como un rezo.

  Había que liquidar aquel exabrupto, y así se hizo. Una cuadrilla uniformada, marrón en mano, derribó cada uno de los ladrillos. Ya nadie volvería a repetir esa frase oprobiosa.


Manifestación (Antonio Berni)
  Tras la ventana del geriátrico, un par de ojos gastados pero vivaces, sonrieron al reencontrarse con todos los colores de la calle. Por fin sus eternas tardes podrían discurrir con mucho más que el reboque de un paredón tan alto y opaco.

  Sonrió al ver la gente, los autos, los perros orinando los árboles; y agradeció con un rezo, repitiendo: LIBERARCE, LIBERARCE, LIBERARCE.
María y Serafín


Aldo Roque Difilippo



Caía la noche y el bar “El Pichón” estaba lleno. Algunos jugaban al truco, otros bebían y contemplaban a la hermosa María, la camarera, que atendía a los clientes.
De repente se sintió un grito, y ahí nomás cayó desplomado un hombre, con sus ropas bañadas en sangre: era Tomás, el dueño del bar que, atacado por Serafín, agonizaba en el piso.
Serafín hacía tiempo que miraba a María, la elogiaba, le regalaba caramelos, y hasta le propuso matrimonio.
A Tomás este cortejo le molestaba mucho ya que María era casi de su propiedad, así que un día dejó las cosas en claro con un par de gritos y una bofetada en medio del bar mostrándole a todo el que quisiera ver como eran las cosas. La mujer bajó la vista, sirvió la copa al cliente que la esperaba y se fue a su pieza a llorar en silencio.
Serafín descargó su rabia contra un árbol, que trompeó con tanta vehemencia imaginando que cada golpe impactaba en el rostro de aquel viejo prepotente que lo miraba con una actitud desafiante.
Siempre se conformó con lo a los otros les sobraba o despreciaban. Ocupaba sin cuestionarse el último banco del comedor de la fábrica y almorzaba en silencio, sin reclamar si la comida era poca o si acaso estaba fría. Comía lo que le daban. Trabajaba junto a su máquina sin cuestionar las órdenes recibidas. Incluso en muchas ocasiones recibía reprimendas inmerecidas por faltas que otros cometían pero que él no cuestionaba.
Cuando niño su puesto era siempre el de golero, y recibía todos los pelotazos posibles, algunos lanzados con malicia pues todos sabían que aquel ser desgarbado y pálido nunca reclamaría una falta ni increparía al agresor.
El día del cumpleaños de Yamandú, después del asado, el vino y la cantarola, la barra decidió terminar la noche en el bar “El Pichón”, no porque se hubiera terminado el vino, sino porque allí podrían tener la compañía femenina que les estaba faltando. Entraron cantando canciones de carnaval, tocando el tambor sobre las mesas y llenando el ambiente de un clima festivo que contagió a los escasos parroquianos que se dormían junto a un par de vasos de ginebra.
Serafín sabía qué lugar debía ocupar en la fila, así que no protestó cuando le dijeron que él iría con María la nueva pupila del viejo Tomás. Una muchacha bonita, pero demasiado delgada, que le prometía una escuálida noche de amor, mientras sus compañeros saciarían su virilidad con cuerpos más atractivos y carnosos.
Aquella noche Serafín sintió que por primera vez en su vida ocupaba el primer lugar en la fila, y se quedó con la vista clavada en los tirantes del techo, extasiado como cuando se tiraba sobre la gramilla a contemplar las estrellas que parecían hacerle guiñadas sólo a él, en las noches de verano.
Se quedó con la vista en blanco y el corazón palpitando de un cansancio nunca experimentado, por más que no era un novato en aquellas desvencijadas camas del bar.
Después se le hizo costumbre. Llegó a gastarse la quincena entera en aquella cama que hasta pareció cobijarlo con su continuo chirriar.
María le contó de la orfandad y el hambre, de un estómago que no dejaba de crujir, y del frío colándose entre las maderas de una casucha desvencijada a la orilla del pueblo. Le expuso su vida, desnudándose como lo había hecho tantas veces frente a manos lascivas que la recorrieron sin preocuparse de su historia ni de sus lágrimas.
Serafín la rodeó y le pareció que aquel cuerpo se le escurría entre los brazos. Le pareció que no estaba siendo lo suficientemente hombre como para hacer lo que se debía, y en un arranque de heroísmo juntó toda la valentía que nunca había tenido y encaró al viejo Tomás.
-La María se va conmigo.
El viejo lo miró intentando recordar cuantas copas había tomado Serafín, y pensó: “Este todavía no está tan en pedo”. Le pegó una pitada al pucho y se amasó los bigotes, como buscando la palabra justa, pero sólo se le ocurría putearlo sin más preámbulo.
-Ya le dije que aprontara sus cosas que me la llevo.
-¿Si? –dijo Tomás apoyando sobre el mostrador un viejo revólver que parecía tener ganas de demostrar que aún estaba en actividad.
A Serafín no le quedó hacer otra cosa más que bajar la cabeza y buscar la puerta de salida.
La voz de Tomás lo frenó cuando intentaba trasponer el umbral:
-Cuando cancele la deuda por casa, comida, ropa, y toda la plata que puse en ella podrá irse si quiere. ¿Estás dispuesto a cancelar esa deuda?...
Serafín siguió visitando el bar, pero pocas veces pasaba a la pieza del fondo, y las veces que lo hacía era a instancias de María que intentaba sacarlo de esa depresión en la que había caído su machucado machismo.
Se había decidido juntar la plata que fuera necesaria para sacarla de aquel lugar, pero internamente sabía que nunca lo lograría, como tampoco lograría aceptar que otros cuerpos la poseyeran, y comenzó a enredarse en pensamientos enfermizos que lo desvelaban. Trabajaba sin ánimo en la fábrica, para volver demorando llegar a su casa donde solamente lo esperaba la radio y una cama angosta y fría.
Algunas noches iba al bar. Fumaba un cigarro en una mesa apartada, y se flagelaba imaginándola en la cama del fondo con una nueva compañía que pagaría preocupado únicamente por satisfacer sus necesidades.
La última noche el bar desbordaba de gente. Habían pagado el aguinaldo y media fábrica bebía y cantaba en sus mesas.
Un brazo, no importa de quien, tomó por la cintura el cuerpo de María, que intentó sonreír, asqueada de tanto tumulto, humo de tabaco y alcohol.
La muchacha quiso huir de aquel lugar, quizá avergonzada por la presencia de Serafín, pero la detuvo un insulto del viejo Tomás que salió detrás del mostrador con la intención de aleccionarla. Pero fue lo último que hizo, pues se congeló con el brazo en el aire y el estómago abierto en dos por una media botella empuñada por Serafín.
El último de la fila, el peón de la fábrica bueno para cualquier mandado y cualquier broma, saltó por sobre las mesas y abrió en dos a aquel viejo prepotente con el coraje y la decisión que nunca había tenido.
Después, cuando la música y las voces se aplastaron ante tremenda escena, tiró la media botella ensangrentada junto al cuerpo de viejo que aún palpitaba. Se bebió una ginebra que estaba servida en el mostrador y comenzó a quitarse, meticulosamente, la sangre de las manos.
En la pieza del fondo, María se escurría en un charco de llanto.