domingo, 10 de junio de 2012

El Domador de Bestias Diminutas




Aldo Roque Difilippo



Los circos llegaban a la ciudad con su cargamento de animales exóticos, aromas desconocidos y personajes extraños. Alzaban puntales y correas para maravillarnos bajo la carpa con las proezas más arriesgadas.
Después de unos años ya nada parecía conmovernos. Habíamos visto desde los actos más extraños a las rarezas nunca imaginadas, o por lo menos eso habíamos creído.
La nueva caravana se enrolló, como un gusano, y en medio de miradas inquisidoras, comenzaron a levantar la carpa, tan similar a las otras.
No era fácil llegar al pueblo, por un camino pedregoso, por momentos empinado, o resbaladizo por la lluvia. Un serpenteo inquietante, entre la vegetación baja y la incertidumbre de no saber si todo aquello conduciría a algo.
Periódicamente llegaban, quizá intrigados por descubrir cómo podíamos sobrevivir en esa inmensa desolación, o tal vez porque presumían que pocos viajeros transitaban aquel camino, y que terminarían convirtiéndose en una atracción a la cual no podríamos resistirnos.
Un cartel plagado de estrellas y dibujos de animales espléndidos fue alzado frente a la boletería, donde se leía "GRAN CIRCO DE LOS HERMANOS LETRÁN", teniendo como atracción principal su domador de bestias diminutas.
Nosotros pretendimos descubrirlas entre las jaulas. Las imaginamos amenazantes, de pelaje y apariencia subyugante, pero no encontramos nada. Sólo los clásicos leones y elefantes, junto a otros animales de movimientos ágiles, pero que no nos reservaban ningún secreto.
Mientras algunos personajes hacían sus piruetas, ensayaban sus trucos junto a la carpa, o cepillaban los caballos, un hombre de cabellos lanudos se entretenía con una cajita de forma irregular, mirando el interior con unos lentes extraños.
Parecía un vellón mal cortado, clavado en una estaca. Era desmesuradamente delgado, de espesa barba confundiéndose con el cabello tupido que ocultaba aún más sus ojos diminutos. Los pómulos parecían apenas dos líneas marcando el inicio de la barba que adelgazaba aún más su figura.
Tenía dedos demasiado largos y sus movimientos eran lentos, como si necesitara meditarlos.
Por el hombre de la boletería supimos que era el Sr. Weisz, el domador de las bestias microscópicas, y pretendimos que nos enseñara los maravillosos animales que amaestraba, pero era un ser parco al que sólo pudimos arrancarle algunos monosílabos, para quedarse acariciando la barba en una forma mecánica y constante.
Fumaba unos cigarros que daban risa. Parecían pedacitos de madera que humeaban haciendo juego con en la delgadez con sus dedos descarnados.
A la hora de la función todos estábamos ocupando nuestro lugar en las gradas, en medio del olor a churros, chorizos de humareda grasosa y perpetua, y la continua cantinela de carameleros, vendedores de refrescos y chucherías. El murmullo se apagó cuando apareció un personaje entrajado de lentejuelas, con una galera enorme, para anunciar el comienzo de la función. Su abultado vientre parecía agrandarse con los movimientos de las luces.
-¡Señoooras y señooores; con ustedes los artistas!... -dijo impostando la voz-. Aquellos que quieran presenciar el maravilloso acto de nuestro domador de bestias diminutas, único en el mundo, deberán pasar al recinto contiguo, en grupos de a cinco, debido a lo arriesgado de la prueba, y de otros detalles que después comprenderán...
Mientras unos presenciaban la función, pequeños grupos de espectadores hacían cola para ingresar a aquella casilla misteriosa.
Allí sólo había una mesa diminuta, los lentes extraños que habíamos visto manipular al Sr. Weisz, y un par de cajas.
Él apareció enfundado en una toga negra y desgastada, que lo adelgazaba aún más, junto a una muchacha de facciones adolescentes que presentaba el acto, y anunciaba cada uno de los trucos. El Domador sólo se limitó a inclinarse levemente para saludar, y emitir pequeños silbidos, casi imperceptibles, para ordenar a sus bestias las piruetas a realizar.
De a uno pasábamos frente a los lentes para presenciar el acto, pues según se nos dijo, eran seres tan diminutos que no veríamos nada a simple vista, pero que debíamos guardar cierta distancia pues eran verdaderamente feroces, y podían atacarnos y liquidarnos sin que pudiésemos hacer nada.
Alguien del grupo dijo que no existía nada tan chico que no pudiera ser visto, y si existiese, sería completamente inofensivo.
El Sr. Weisz lo miró, y la inexpresividad de su rostro denunciaba cierta sonrisa burlona. Sacó un conejo de una de las cajas, le abrió la boca y lo obligó a beber de un frasco diminuto que extrajo de la toga. Era un líquido que nos pareció agua, pero muy viscosa, al punto que le costo caer hasta la boca del animal.
La muchacha dijo que se trataba de una dosis altamente letal, que liquidarían al animal.
El pobre conejo comenzó a convulsionarse, como si hubiese recibido un golpe fortísimo. Después su pelaje se tornó de un color verdusco, para quedar rígido sobre la mesa, con las patas extendidas y los ojos encendidos.
Al tocarlo, el pobre animal parecía haber adquirido una consistencia pétrea, como si se hubiese fosilizado.
El hombre no expresó ningún sentimiento de culpa por el asesinato, sólo se limitó a mirarnos con cierta sonrisa en los ojos, rumiando una victoria ante el descreído auditorio. Luego nos indicó con un gesto que comenzáramos a desfilar frente a los lentes.
Aquellas gotas de líquido viscoso estaban pobladas de seres diminutos, minúsculos granitos que formaban extrañas figuras. El domador emitía pequeños silbidos y aquellos extraños seres formaban nuevos dibujos. Se alineaban en un mosaico chinesco, o se aglutinaban en pequeños bultitos, como eczemas que desaparecían ante un nuevo silbido, similar a un lamento. Una pena surgida de las entrañas de aquel ser enjuto.
Las bestias diminutas formaban cadenas, pequeños serpenteos, dibujos cuadriculados, cambiando incluso su colorido al mandato de los silbidos. Del verdoso marino se volvían cepias, o de un rojo pálido, salpicado por pequeñísimos toques sanguinolentos. Para demostrarnos que su arte podía sortear todos los obstáculos filtró aquel líquido, pasándolo por un pañuelo doblado en cuatro, y ante nuestros ojos aparecieron nuevamente esos seres, haciendo sus piruetas al ritmo de los silbidos quejumbrosos y monótonos.
Era el espectáculo más maravilloso y diminuto que habíamos presenciado, y la muchacha nos habló de las dificultades que suponían cada pirueta. Sobre todo por la condición anárquica de las bestias. En otros animales -nos dijo- el trabajo del domador se simplifica descubriendo quién era el líder, ya que tras él marcharían todos. Pero estas bestias carecían de toda formación jerárquica, y ahí radicaba la maestría y la paciencia del domador.
Para el final, el hombre se reservaba el acto más arriesgado. Tomaría del agua que petrificó al conejo, y cuando estuviese a punto de convertirse en un trozo de piedra, tan sólo con sus silbidos, las obligaría a dejar su cuerpo.
Se bebió el contenido del frasco de un trago, y casi al instante comenzó a transpirar. Su cuerpo, que denunciaba una magritud excesiva, sudaba como un trozo de carne puesto sobre el fuego. La toga se le pegó al cuerpo, como si estuviera bajo una lluvia torrencial.
Después, igual que el conejo, sus movimientos se volvieron convulsivos, y sus ojos se encendieron como el sol en la temporada de sequía. Su piel perdió esa carencia de pigmento, que lo acercaba a un francés destiñéndose por una fiebre eterna. Comenzaron a aparecerle los primeros bultos que lo convirtieron en un tronco de parra, reseco y agrietado.
-¡Señoras y señores! -gritó, y su voz pareció surgir de un lugar ignoto-. Comprueben ustedes mismos. Aquí no hay trucos. ¡Toquen, huelan!
La pestilencia que emanaba su cuerpo inundó la pieza.
El hombre hablaba sin parar, y su rostro era una seguidilla de gestos y contracciones. Los pómulos se le encendieron de un rojo sanguinolento, que creímos terminaría incendiándolo.
De pronto su verborragia cesó, como si acatara un mandato supremo, para quedar tieso, como una estatua que apenas respiraba. Su piel parecía la de una roca reseca y agrietada. Con el último hilo de respiración emitió su silbido que se volvió más quejumbroso, un lamento desgarrador de condenado sin esperanzas.
En menos de quince minutos su cuerpo comenzó a recobrar el aspecto inicial, regresándole el mutismo infranqueable. En una cuchara pequeña dejó caer un poco de saliva para ponerla bajo los lentes.
Ahí estaban nuevamente las bestias, haciendo sus piruetas marcadas por la monotonía de los silbidos.
El domador se inclinó levemente para recibir el aplauso. Miró a su secretaria y se perdió tras la puerta.
El circo seguía con su función, y nosotros volvimos a nuestro lugar en las gradas. Después la proeza del Sr. Weisz sería comentada y repetida por todo el pueblo, que se quedó mirando cómo se desenrollaba la oruga de casillas y jaulas para perderse en el camino.
Varios años después el Circo de los hermanos Letrán regresó, pero nada volvió a conmovernos. El Domador había muerto, según se nos dijo, tras una rebelión de aquellas bestias ingobernables; y ya nadie se atrevió a seguir sus pasos.

 Resurrección





Aldo Roque Difilippo




Ella era una más en la inmensa montaña de semillas. Una más en esa pronunciada colina esperando que llegara su momento.
Como toda semilla sabía que su mejor arma era la paciencia, que su mejor estrategia era esperar y que el tiempo finalmente completaría la historia como lo había hecho tantas veces. Un fruto que cae, se pudre, se reseca, es arrastrado por el viento frío del invierno, machacado por ramas y piedras, triturado por animales hasta liberar la pequeña, a veces única semilla que espera en el interior su oportunidad para meterse en un hueco de la tierra y nuevamente esperar la lluvia que la haga brotar.
Así había nacido aquella planta en medio de la espesura selvática. Aquella otra, testaruda y solitaria en medio de la nada. Así esperó y resistió aquel sufrido arbolito que encontró un puñadito de tierra en el hueco de una piedra.
Aquella pequeña semilla sabía todo eso.
Esperó que el sol la secara como a sus compañeras de la colina que formó el camión dentro del galpón. Rodó de alegría cuando el hombre con una pala las cambió de lugar, las hizo dar vueltas por todo el galpón y volvió a acomodarse entre sus compañeras cuando el hombre trepó lo que había armado y se empecinó en desarmarlo y volverlo a armar.
El día que llegó el otro camión supo que el turno de muchas, y quizá el suyo, había llegado.
Colocaron una oruga de metal que las hacía trepar para caer en el camión.
Cuando estaba acomodándose porque su turno llegaba y ya hacía cálculos de cual sería su nuevo destino, lo vio y le fue imposible esquivarlo. Intentó resistirse pero es casi imposible resistirse al destino que cada uno tiene marcado.
El pájaro la miró con sus enormes ojos marrones y la engulló de un picotazo certero.
Poco pudo hacer el hombre. El pájaro voló hasta perderse por una ventana del galpón.
Ella lloró sabiéndose muerta. Lloró de frustración y rabia imaginando el futuro alejado de sus compañeras que serían esparcidas por el campo y comenzarían a desperezarse en tallos y raíces, en hojas y flores, bailando con la lluvia y la brisa.
Lloró en la profundidad del estómago de aquel pájaro que la había robado de un picotazo. Lloró porque sabía que su futuro no sería como el que había soñado y le dolió su segura muerte, lenta, oscura, húmeda, en la panza de ese maldito pájaro ladrón. Hasta que la expulsó en un montículo maloliente y gris.
Sintió que ya nada podía pasarle. Que no tenía merecida una muerte así, en medio del basurero donde las moscas y las ratas reinaban sin control, y ella, una de las mas brillantes semillas de aquella colina que amontonaron en el galpón, ahora convertida en excremento de pájaro en medio de ese basural fétido.
Y lloró nuevamente. Lloró tanto que pareció que su ya disminuido cuerpo otra vez se resquebrajaba. Como si se partiera en nuevos pedazos que le hacían brotar nuevas lágrimas.
Cuando el sol llegó al centro del cielo se dio cuenta de su error y volvió a llorar, pero esta vez de alegría. Recién ahí pudo ver su diminuta sombra bailando al sol: un par de ramitas endebles pero verdes le habían nacido y se movían con el viento.
Cuando tuvo su primera flor, volvió a llorar de alegría, segura de que no había mejor lugar en el mundo para nacer y llenar de color la vida.
 
 

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*Este cuento resultó finalista en el VI CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTO ECOLOGICO CIUDAD DE PUPIALES, 2007. Organizado por la Fundación Gabriel García Márquez, el Ministerio de Cultura de Colombia y la Alcaldía Municipal de Pupiales.


 Caminata









Aldo Roque Difilippo




El sol abrasador del verano resecaba el ambiente. La sabana se hundía en los sopores de aquel clima donde los árboles, de escasas hojas verde-marchito, proyectaban una sombra débil y agujereada por todos lados. El pastizal y la leve ondulación del terreno parecían cabezas de ancianos con los cabellos desteñidos y pajizos.
Aquel hombre, arqueólogo de profesión y apasionado de su ciencia, se detuvo para secarse el sudor que brotaba de su frente como en una cascada inagotable. Bebió un par de tragos de agua de su cantimplora, consultó la brújula y, por el trayecto recorrido, supo que pronto llegaría al lugar, que según el mapa y sus investigaciones, le pe1rmitirían encontrar lo que tantas veces le había sido esquivo; una pista, indicio que le permitiera iniciar una excavación, y con ella, un apasionado rastreo en los millones de años de una especie que era la suya.
Equilibró la carga que llevaba la mula, con el pañuelo se secó el sudor del cuello y la nuca, para retomar la marcha lenta y esperanzada.
Los animales de la sabana, agobiados por el calor y la ausencia de agua, la transitaban como buscando ese sosiego, esa brisa fresca, y así sacarse del cuerpo el agobio del clima tropical.
Descolgó el rifle que llevaba al hombro, y se lo sumó a la carga que transportaba la mula. No había necesidad de tal precaución, pues con aquel clima ni los animales más feroces y temidos se divisaban. No había cuerpo, por más fuerte y atrevido, que pudiera resistir el calor, y mucho menos, que tuviera las energías para principiar un combate.
Solo algunas jirafas comían hojas de los árboles. Unos pájaros volaban en busca de un lugar menos sofocante; y el empecinamiento de hombre y mula que intentaban vencer al camino.
Cuando el sol comenzó a opacarse por el manto de la noche, el arqueólogo se dio cuenta que aquel valle al que había llegado era el punto exacto que indicaba el circulo en su mapa.
Descargó los bultos, y la mula pareció agradecerlo con una mirada profunda.
Bebió nuevamente de la cantimplora y convidó al animal, para después comenzar a armar el campamento que le ofrecería la comodidad necesaria para reponer las energías.
La noche hizo que olvidase aquella tortuosa jornada, mientras desde la oscuridad, infinidad de ruidos de animales nocturnos llegaban a sus oídos.

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Los primeros fulgores del alba lo encontraron acomodando el material necesario para aquel día de trabajo. Una última consulta a la brújula y al mapa, y con nuevas fuerzas comenzó la búsqueda.
El sol teñía de colores el paisaje. El hombre escrutaba el terreno que descendía en un tobogán de canto rodado. Necesitaba nada más que una pista, una señal que le indicara por donde comenzar. Estaba seguro que aquel lugar era el correcto, que en alguna parte de ese valle encontraría la pieza que empotraría en su hipótesis, y que lo llevaría a emprender nuevas búsquedas, buceando en el pasado del tiempo y la historia de una especie de simios intrépidos que bajaron de los árboles y recorrieron el mundo.
Sus ojos, su cuerpo, todo él se había transformado en un detector, en un radar en busca de ese indicio.
Sus botas descendían, mientras algunas piedras se desprendían de la pendiente en una carrera loca y desenfrenada. Como si fuese un médico munido de un estetoscopio que osculta el cuerpo de su paciente en busca de una clave, él, con sus instrumentos buscaba afanosamente en el terreno, que por las capas que el tiempo y los vientos habían desnudado, le hablaba de millones de años.
No supo si fue su intuición, la necesidad de una pista, o sencillamente un resto, insignificante para otros ojos, que lo llevó al final de aquella pendiente: una muestra de barro de una lluvia que milenios atrás había regado el valle.
Removió parte del terreno, apartó algunas piedras más jóvenes, y poco a poco comenzó a descubrir una huella deforme y primitiva.
Pasó el dedo índice por la superficie petrificada. Supo que aquel animal de su especie no caminó por aquella pendiente que él bajó. Lo imaginó de largos brazos, robusto, frente carente de bóveda y maxilar prominente. Velludo y empapado por aquella lluvia que le haría dejar su huella.
Por las dimensiones de la impresión calculó su altura, imaginó el chapotear de aquellos pies en el barro, su respiración agitada por lo pesado del terreno.
Apartó parte del terreno en busca de otra, que poco a poco comenzó a descubrir entre el sedimento nuevo. Sus ojos brillaron de alegría y éxtasis. Volvió a imaginarlo y pudo verlo erguido sobre sus extremidades. Un animal tal vez cazador, joven y vital.
Todo su cuerpo sufrió una transformación que lo llevó a apartar y remover el terreno buscando completar aquella caminata milenaria. Tras su esfuerzo aparecieron nuevos pasos, nuevas huellas que lo hacían olvidar el calor abrasador, pues su mente estaba en aquel día lluvioso.
Una corta y antiquísima caminata nacida desde el fondo del tiempo, desde la ahora pendiente, y la profundidad misma de la historia, que también era su historia. Porque aquellos simiescos pies eran un eslabón en la larga cadena que conformaba la historia de su especie.
Trabajó con ahínco en busca de nuevos pasos que lo guiaran a algún lugar, y no los encontró. Habían surgido de la nada, desde la gran interrogante del tiempo para perderse en ella misma.
Se sentó junto a una piedra a descansar. Bebió un poco de agua, mientras su mente volaba tratando de desentrañar la trayectoria de aquellos pasos.
Trató de meterse en la piel de aquel primitivo ser. Acompañó sus pasos en una marcha paralela, simulando sus tumbos, quizá sus gestos, balanceando los brazos como él lo habría hecho, en un paralelismo de millones de años.
Escondido entre unas piedras pequeñas encontró ese indicio: otra huella.
Volvió a remover el terreno joven, y mientras la descubría se dio cuenta que aquel ser había girado sobre su cuerpo.
Los pasos avanzaban hacia el fondo del valle en una marcha proveniente quién sabe de donde, para detenerse y girar.
¿Sería una carrera huyendo de un animal feroz?... Por la separación de las huellas lo descartó.
¿Acaso una simple caminata... y por qué giró?
Miró el valle, trató de imaginarlo bajo aquella lluvia. Descartó la pendiente, el par de colinas, cambió aquella vegetación seca por un terreno fértil y fangoso por la lluvia.
¿Acaso sería un cazador?, y lo imaginó cargando su trofeo, caminando lento, pesado.
Trató de desentrañar el porqué de aquel giro en la marcha. ¿Un llamado?
Recompuso con sus pasos la caminata. ¿Pensaría? ¿En qué?
¿Por qué se detuvo?
El sol caía por la pendiente, bañaba de colores al valle, resecaba con su calor a todo lo viviente, como había secado y petrificado aquella caminata.
La certeza de una enorme interrogante lo invadió, quizá la misma que el hombre primitivo había tenido.
Aquel hombre se sentó a descansar, agotado por el peso enorme de aquella interrogante que quizá millones de años atrás otro hombre le había dejado.
Un ser primitivo, quizá cazador, joven y velludo, de movimientos y aspecto simiesco, pero que le heredó aquella enorme interrogante.
Bebió un trago de agua, y se quedó con el peso inmenso de saberse evolucionado, e inteligente, pero con la misma interrogante que aquel que caminó bajo la lluvia milenaria de una tarde tal vez menos calurosa.