sábado, 9 de marzo de 2013


Pequeño divague de cosas obvias







UNA GRIFA CON UN NOMBRE



Aldo Roque Difilippo

Hay individuos que son tales por sus cualidades, por sus atributos que  van más allá del aspecto físico o cómo luzcan. Hay individuos que no pueden ser si  no están atados a un color, a determinada indumentaria, o si no se cuelgan una grifa  en el cuello.
Ayer miraba pasar a un individuo X (si es que alguien puede apellidarse X), y noté que era un hombre con cuatro ruedas, que su condición  humana y gregaria se la debía a esas cuatro ruedas relucientes que rodaban orgullosas.
Vi pasar también a una señorita, que  hubiera sido la más hermosa jamás vista, si no fuera que llevaba una grifa colgada al cuello, exageradamente grande y ostentosa.
Vi pasar también a una señora mayor detrás del pedrigue de un perro que la sacó a pasear por la rambla, para mostrarle a todos la nueva y hermosa cadena que le compró.
Más tarde un señor, con porte de caballero no porque  estuviera dispuesto a enfrentar adversidades por su dama, sino porque cabalgaba altivo, casi hidalgo sobre un reluciente bicicleta que lo convenció de ser la solución para bajar de peso, pero que mas lo sedujo al decirle que las mujeres morirían a sus pies si pedaleaba en ella y no en otra.
Más allá un niño que sacaba lustre con un pañuelo a la marca de  sus championes nuevos, y despreciaba  jugar al fútbol o correr por miedo a estropearlos. Y yo que, sentado en un banco también tenía mis grifas colgadas y mis inútiles marcas sociales pegadas como una sombra.
Pensé que quizá sería bueno armar una nueva revolución para subvertir las imposiciones pero pasó a mi lado un joven, termo y mate  en mano, luciendo orgulloso una remera con la imagen estampada del “Ché” y una grifa colgada al cuello.
La grifa de otro individuo que pasó por la vereda de enfrente centelleaba como un faro, y aparecieron luces de advertencia de millones de grifas que circularon a mi alrededor: en un hombre con cuatro ruedas, en un niño en su cochecito, en el anciano arrastrado por su bastón; y hasta en el policía que observaba cómo circulaban los vehículos.
Comprobé resignado que somos seres pegados a etiquetas. Que somos por que lucimos y  nos  hace lucir mejor una grifa luminosa y novísima.
Ayer, sentado en mi banco en la plaza, vi el transitar de  grifas y de marca; y no encontré repuestas. Más tarde compré una marca y me bebí un refresco.




Pequeño divague de cosas obvias














EL NUEVO CIRCO ROMANO






Aldo Roque Difilippo




La multitud continúa asistiendo embelesada al descuartizamiento de infelices  en el cadalso público. El garrote vil  sigue ufano por los siglos, repartiendo su cuota de dolor y morbo, mientras la horda enardecida  incita al verdugo. Solo que ahora es rectangular y luminoso, pero no solo romperá cuellos para el goce de la masa, sino que también habrá  sangre y huesos, carne chamuscada en un incendio, y hasta llanto de niños y viejos desconsolados.
Todos los días asistimos a ese maravilloso y morboso espectáculo de ver a otros morir o padecer en situaciones que  parecen no pertenecernos, en un espectáculo -que como en le Circo romano- le pasa a una casta inferior de la cual  su dolor no nos llega. Mientras engullimos el almuerzo o la cena, retamos  los niños porque hacen ruido y no nos dejan disfrutar del espectáculo, solo que ahora la modernidad llama estar informados, y hasta se convierte en un derecho nuestra necesidad de que los informativos nos vomiten diariamente sangre y lágrimas.
El nuevo Circo romano ahora lo tenemos en casa, frente a la mesa familiar, en nuestro cuarto, y hasta algún obsesivo lo ha colgado en el baño.
Nuestras obligaciones diarias nos llevan a estar informados, a saber qué pasó en nuestro entorno, pero nadie, ni el más humano de los humanos, se ha preocupado de redactar nuestras obligaciones hacia el dolor de nuestros  congéneres. Nos han recordado nuestros derechos: a una vida digna, a la libertad, a  no ser discriminados... pero  no nos han recordado, y quizá necesitemos que  nos recuerden nuestras obligaciones, o quizá una obligación mínima pero fundamental: el sentir como propio el dolor del otro.
Aquel individuo que en el Circo romano comía su pan mientras la arena se teñía de sangre, o aquel otro que en Francia, España o donde fuera, vitoreaba al verdugo de la  inquisición, más que nuestro abuelo somos nosotros mismos que sentados a la mesa familiar bebemos, comemos, y hasta reímos mientras en ese Circo romano rectangular y luminoso un individuo que no reconocemos como nuestro congénere, gime, sufre, y hasta sangra de dolor.





Pequeño divague de cosas obvias




EL BICHO HUMANO




Aldo Roque Difilippo



El bicho humano se esfuerza  -y a veces lo consigue- en convertirse  en el líder de la manada. Ejerce su cuota parte de poder sobre el más débil, marca su territorio con un par de ladridos o una actitud desafiante y toma lo que ganó por derecho de la fuerza. Así desde el tiempo del pitecantropus hasta la sofisticación de este tercer milenio plagado de relaciones interpersonales, computadora o SMS mediante, el bicho humano actúa de la misma manera. La madre presionando a su cría “civilizándolo” a fuerza de premios y castigos: si hacés tal cosa obtenés tal otra, si no lo hacés estarás más lejos de la salida sabatina, de acceder a la nueva remera de moda, o al dinero suficiente para recargar el celular. El hijo presionando a la madre, “civilizándola” a su modo, simulando una posición de doblegado para obtener lo que quiere: si  paso de año me comprás tal cosa, me pagás el viaje a la playa, me está permitido quedarme  hasta tarde en la compu; a  dormir en la casa de un amigo.
La mujer muchas veces con sutilezas y otras directamente, presiona a su marido para obtener lo que quiere, quien a su vez se  siente el macho de la manada, altivo, desafiante, sin saber o no queriendo reconocer, que esa sumisión de la hembra ante la fuerza del macho es solamente un camuflaje para dominarlo, y ese mismo macho dominante es dominado, doblegarlo y hasta sometido por otro macho alfa que a veces ni siquiera es macho ni tiene rostro porque las órdenes le llegan del otro de lado de la pantalla de la computadora, y él corre literalmente a cumplirla.
Es decir el macho “civilizador” es “civilizado” por otro con esa doble condición, seguramente sin conocer o sin que exista uno enteramente civilizador y dominante.
En este invento  de los humanos que en apariencia no tiene autor, los pitecantropus del tercer milenio nos esforzamos por procurar la mejor piel, la nueva lanza u otra choza, muchas veces sin precisarla, sin reparar que ya tenemos varias y que no usamos ninguna, pero no importa, corremos igual, dejamos energías, músculo y sudor en conseguir lo que ya tenemos y no precisamos.
El bicho humano parece no poder resistirse a esto. A ese doble papel dominador -dominado, de sometido que desde una aparente posición inferior consigue pequeñas victorias y ejerce su cuota parte de poder.
Enfrentarnos a un mostrador de una oficina pública es someternos a ese perverso mecanismo donde el sometido que nos atiende simula una superioridad que él y nosotros sabemos que no tiene, pero que aceptamos, que a veces logramos doblegar con una sonrisa, un “buen día” (estrategias de experientes doblegados que saben que simular inferioridad a veces abre algunas puertas), y que en otras oportunidades vencemos exhibiendo una lanza o una maza más fuerte: si Usted no me soluciona esto llamo a Señor Fulano, y él tomará las medidas que corresponda con Ud. o sus superiores.
Y ese Señor o Doctor Fulano a su vez tiene sus machos alfa que lo someten y lo convierten en  súbdito.
Aunque nos cueste reconocerlo seguimos viviendo en manadas regidas por el más fuerte, por machos alfa que deciden dónde debemos ir, qué o cuándo comer,  o que piel precisamos para abrigarnos.
Seguimos siendo los mismos pitecantropus del comienzo, aunque a veces el macho alfa no tenga rostro.