domingo, 10 de junio de 2012

El Domador de Bestias Diminutas




Aldo Roque Difilippo



Los circos llegaban a la ciudad con su cargamento de animales exóticos, aromas desconocidos y personajes extraños. Alzaban puntales y correas para maravillarnos bajo la carpa con las proezas más arriesgadas.
Después de unos años ya nada parecía conmovernos. Habíamos visto desde los actos más extraños a las rarezas nunca imaginadas, o por lo menos eso habíamos creído.
La nueva caravana se enrolló, como un gusano, y en medio de miradas inquisidoras, comenzaron a levantar la carpa, tan similar a las otras.
No era fácil llegar al pueblo, por un camino pedregoso, por momentos empinado, o resbaladizo por la lluvia. Un serpenteo inquietante, entre la vegetación baja y la incertidumbre de no saber si todo aquello conduciría a algo.
Periódicamente llegaban, quizá intrigados por descubrir cómo podíamos sobrevivir en esa inmensa desolación, o tal vez porque presumían que pocos viajeros transitaban aquel camino, y que terminarían convirtiéndose en una atracción a la cual no podríamos resistirnos.
Un cartel plagado de estrellas y dibujos de animales espléndidos fue alzado frente a la boletería, donde se leía "GRAN CIRCO DE LOS HERMANOS LETRÁN", teniendo como atracción principal su domador de bestias diminutas.
Nosotros pretendimos descubrirlas entre las jaulas. Las imaginamos amenazantes, de pelaje y apariencia subyugante, pero no encontramos nada. Sólo los clásicos leones y elefantes, junto a otros animales de movimientos ágiles, pero que no nos reservaban ningún secreto.
Mientras algunos personajes hacían sus piruetas, ensayaban sus trucos junto a la carpa, o cepillaban los caballos, un hombre de cabellos lanudos se entretenía con una cajita de forma irregular, mirando el interior con unos lentes extraños.
Parecía un vellón mal cortado, clavado en una estaca. Era desmesuradamente delgado, de espesa barba confundiéndose con el cabello tupido que ocultaba aún más sus ojos diminutos. Los pómulos parecían apenas dos líneas marcando el inicio de la barba que adelgazaba aún más su figura.
Tenía dedos demasiado largos y sus movimientos eran lentos, como si necesitara meditarlos.
Por el hombre de la boletería supimos que era el Sr. Weisz, el domador de las bestias microscópicas, y pretendimos que nos enseñara los maravillosos animales que amaestraba, pero era un ser parco al que sólo pudimos arrancarle algunos monosílabos, para quedarse acariciando la barba en una forma mecánica y constante.
Fumaba unos cigarros que daban risa. Parecían pedacitos de madera que humeaban haciendo juego con en la delgadez con sus dedos descarnados.
A la hora de la función todos estábamos ocupando nuestro lugar en las gradas, en medio del olor a churros, chorizos de humareda grasosa y perpetua, y la continua cantinela de carameleros, vendedores de refrescos y chucherías. El murmullo se apagó cuando apareció un personaje entrajado de lentejuelas, con una galera enorme, para anunciar el comienzo de la función. Su abultado vientre parecía agrandarse con los movimientos de las luces.
-¡Señoooras y señooores; con ustedes los artistas!... -dijo impostando la voz-. Aquellos que quieran presenciar el maravilloso acto de nuestro domador de bestias diminutas, único en el mundo, deberán pasar al recinto contiguo, en grupos de a cinco, debido a lo arriesgado de la prueba, y de otros detalles que después comprenderán...
Mientras unos presenciaban la función, pequeños grupos de espectadores hacían cola para ingresar a aquella casilla misteriosa.
Allí sólo había una mesa diminuta, los lentes extraños que habíamos visto manipular al Sr. Weisz, y un par de cajas.
Él apareció enfundado en una toga negra y desgastada, que lo adelgazaba aún más, junto a una muchacha de facciones adolescentes que presentaba el acto, y anunciaba cada uno de los trucos. El Domador sólo se limitó a inclinarse levemente para saludar, y emitir pequeños silbidos, casi imperceptibles, para ordenar a sus bestias las piruetas a realizar.
De a uno pasábamos frente a los lentes para presenciar el acto, pues según se nos dijo, eran seres tan diminutos que no veríamos nada a simple vista, pero que debíamos guardar cierta distancia pues eran verdaderamente feroces, y podían atacarnos y liquidarnos sin que pudiésemos hacer nada.
Alguien del grupo dijo que no existía nada tan chico que no pudiera ser visto, y si existiese, sería completamente inofensivo.
El Sr. Weisz lo miró, y la inexpresividad de su rostro denunciaba cierta sonrisa burlona. Sacó un conejo de una de las cajas, le abrió la boca y lo obligó a beber de un frasco diminuto que extrajo de la toga. Era un líquido que nos pareció agua, pero muy viscosa, al punto que le costo caer hasta la boca del animal.
La muchacha dijo que se trataba de una dosis altamente letal, que liquidarían al animal.
El pobre conejo comenzó a convulsionarse, como si hubiese recibido un golpe fortísimo. Después su pelaje se tornó de un color verdusco, para quedar rígido sobre la mesa, con las patas extendidas y los ojos encendidos.
Al tocarlo, el pobre animal parecía haber adquirido una consistencia pétrea, como si se hubiese fosilizado.
El hombre no expresó ningún sentimiento de culpa por el asesinato, sólo se limitó a mirarnos con cierta sonrisa en los ojos, rumiando una victoria ante el descreído auditorio. Luego nos indicó con un gesto que comenzáramos a desfilar frente a los lentes.
Aquellas gotas de líquido viscoso estaban pobladas de seres diminutos, minúsculos granitos que formaban extrañas figuras. El domador emitía pequeños silbidos y aquellos extraños seres formaban nuevos dibujos. Se alineaban en un mosaico chinesco, o se aglutinaban en pequeños bultitos, como eczemas que desaparecían ante un nuevo silbido, similar a un lamento. Una pena surgida de las entrañas de aquel ser enjuto.
Las bestias diminutas formaban cadenas, pequeños serpenteos, dibujos cuadriculados, cambiando incluso su colorido al mandato de los silbidos. Del verdoso marino se volvían cepias, o de un rojo pálido, salpicado por pequeñísimos toques sanguinolentos. Para demostrarnos que su arte podía sortear todos los obstáculos filtró aquel líquido, pasándolo por un pañuelo doblado en cuatro, y ante nuestros ojos aparecieron nuevamente esos seres, haciendo sus piruetas al ritmo de los silbidos quejumbrosos y monótonos.
Era el espectáculo más maravilloso y diminuto que habíamos presenciado, y la muchacha nos habló de las dificultades que suponían cada pirueta. Sobre todo por la condición anárquica de las bestias. En otros animales -nos dijo- el trabajo del domador se simplifica descubriendo quién era el líder, ya que tras él marcharían todos. Pero estas bestias carecían de toda formación jerárquica, y ahí radicaba la maestría y la paciencia del domador.
Para el final, el hombre se reservaba el acto más arriesgado. Tomaría del agua que petrificó al conejo, y cuando estuviese a punto de convertirse en un trozo de piedra, tan sólo con sus silbidos, las obligaría a dejar su cuerpo.
Se bebió el contenido del frasco de un trago, y casi al instante comenzó a transpirar. Su cuerpo, que denunciaba una magritud excesiva, sudaba como un trozo de carne puesto sobre el fuego. La toga se le pegó al cuerpo, como si estuviera bajo una lluvia torrencial.
Después, igual que el conejo, sus movimientos se volvieron convulsivos, y sus ojos se encendieron como el sol en la temporada de sequía. Su piel perdió esa carencia de pigmento, que lo acercaba a un francés destiñéndose por una fiebre eterna. Comenzaron a aparecerle los primeros bultos que lo convirtieron en un tronco de parra, reseco y agrietado.
-¡Señoras y señores! -gritó, y su voz pareció surgir de un lugar ignoto-. Comprueben ustedes mismos. Aquí no hay trucos. ¡Toquen, huelan!
La pestilencia que emanaba su cuerpo inundó la pieza.
El hombre hablaba sin parar, y su rostro era una seguidilla de gestos y contracciones. Los pómulos se le encendieron de un rojo sanguinolento, que creímos terminaría incendiándolo.
De pronto su verborragia cesó, como si acatara un mandato supremo, para quedar tieso, como una estatua que apenas respiraba. Su piel parecía la de una roca reseca y agrietada. Con el último hilo de respiración emitió su silbido que se volvió más quejumbroso, un lamento desgarrador de condenado sin esperanzas.
En menos de quince minutos su cuerpo comenzó a recobrar el aspecto inicial, regresándole el mutismo infranqueable. En una cuchara pequeña dejó caer un poco de saliva para ponerla bajo los lentes.
Ahí estaban nuevamente las bestias, haciendo sus piruetas marcadas por la monotonía de los silbidos.
El domador se inclinó levemente para recibir el aplauso. Miró a su secretaria y se perdió tras la puerta.
El circo seguía con su función, y nosotros volvimos a nuestro lugar en las gradas. Después la proeza del Sr. Weisz sería comentada y repetida por todo el pueblo, que se quedó mirando cómo se desenrollaba la oruga de casillas y jaulas para perderse en el camino.
Varios años después el Circo de los hermanos Letrán regresó, pero nada volvió a conmovernos. El Domador había muerto, según se nos dijo, tras una rebelión de aquellas bestias ingobernables; y ya nadie se atrevió a seguir sus pasos.

 Resurrección





Aldo Roque Difilippo




Ella era una más en la inmensa montaña de semillas. Una más en esa pronunciada colina esperando que llegara su momento.
Como toda semilla sabía que su mejor arma era la paciencia, que su mejor estrategia era esperar y que el tiempo finalmente completaría la historia como lo había hecho tantas veces. Un fruto que cae, se pudre, se reseca, es arrastrado por el viento frío del invierno, machacado por ramas y piedras, triturado por animales hasta liberar la pequeña, a veces única semilla que espera en el interior su oportunidad para meterse en un hueco de la tierra y nuevamente esperar la lluvia que la haga brotar.
Así había nacido aquella planta en medio de la espesura selvática. Aquella otra, testaruda y solitaria en medio de la nada. Así esperó y resistió aquel sufrido arbolito que encontró un puñadito de tierra en el hueco de una piedra.
Aquella pequeña semilla sabía todo eso.
Esperó que el sol la secara como a sus compañeras de la colina que formó el camión dentro del galpón. Rodó de alegría cuando el hombre con una pala las cambió de lugar, las hizo dar vueltas por todo el galpón y volvió a acomodarse entre sus compañeras cuando el hombre trepó lo que había armado y se empecinó en desarmarlo y volverlo a armar.
El día que llegó el otro camión supo que el turno de muchas, y quizá el suyo, había llegado.
Colocaron una oruga de metal que las hacía trepar para caer en el camión.
Cuando estaba acomodándose porque su turno llegaba y ya hacía cálculos de cual sería su nuevo destino, lo vio y le fue imposible esquivarlo. Intentó resistirse pero es casi imposible resistirse al destino que cada uno tiene marcado.
El pájaro la miró con sus enormes ojos marrones y la engulló de un picotazo certero.
Poco pudo hacer el hombre. El pájaro voló hasta perderse por una ventana del galpón.
Ella lloró sabiéndose muerta. Lloró de frustración y rabia imaginando el futuro alejado de sus compañeras que serían esparcidas por el campo y comenzarían a desperezarse en tallos y raíces, en hojas y flores, bailando con la lluvia y la brisa.
Lloró en la profundidad del estómago de aquel pájaro que la había robado de un picotazo. Lloró porque sabía que su futuro no sería como el que había soñado y le dolió su segura muerte, lenta, oscura, húmeda, en la panza de ese maldito pájaro ladrón. Hasta que la expulsó en un montículo maloliente y gris.
Sintió que ya nada podía pasarle. Que no tenía merecida una muerte así, en medio del basurero donde las moscas y las ratas reinaban sin control, y ella, una de las mas brillantes semillas de aquella colina que amontonaron en el galpón, ahora convertida en excremento de pájaro en medio de ese basural fétido.
Y lloró nuevamente. Lloró tanto que pareció que su ya disminuido cuerpo otra vez se resquebrajaba. Como si se partiera en nuevos pedazos que le hacían brotar nuevas lágrimas.
Cuando el sol llegó al centro del cielo se dio cuenta de su error y volvió a llorar, pero esta vez de alegría. Recién ahí pudo ver su diminuta sombra bailando al sol: un par de ramitas endebles pero verdes le habían nacido y se movían con el viento.
Cuando tuvo su primera flor, volvió a llorar de alegría, segura de que no había mejor lugar en el mundo para nacer y llenar de color la vida.
 
 

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*Este cuento resultó finalista en el VI CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTO ECOLOGICO CIUDAD DE PUPIALES, 2007. Organizado por la Fundación Gabriel García Márquez, el Ministerio de Cultura de Colombia y la Alcaldía Municipal de Pupiales.


 Caminata









Aldo Roque Difilippo




El sol abrasador del verano resecaba el ambiente. La sabana se hundía en los sopores de aquel clima donde los árboles, de escasas hojas verde-marchito, proyectaban una sombra débil y agujereada por todos lados. El pastizal y la leve ondulación del terreno parecían cabezas de ancianos con los cabellos desteñidos y pajizos.
Aquel hombre, arqueólogo de profesión y apasionado de su ciencia, se detuvo para secarse el sudor que brotaba de su frente como en una cascada inagotable. Bebió un par de tragos de agua de su cantimplora, consultó la brújula y, por el trayecto recorrido, supo que pronto llegaría al lugar, que según el mapa y sus investigaciones, le pe1rmitirían encontrar lo que tantas veces le había sido esquivo; una pista, indicio que le permitiera iniciar una excavación, y con ella, un apasionado rastreo en los millones de años de una especie que era la suya.
Equilibró la carga que llevaba la mula, con el pañuelo se secó el sudor del cuello y la nuca, para retomar la marcha lenta y esperanzada.
Los animales de la sabana, agobiados por el calor y la ausencia de agua, la transitaban como buscando ese sosiego, esa brisa fresca, y así sacarse del cuerpo el agobio del clima tropical.
Descolgó el rifle que llevaba al hombro, y se lo sumó a la carga que transportaba la mula. No había necesidad de tal precaución, pues con aquel clima ni los animales más feroces y temidos se divisaban. No había cuerpo, por más fuerte y atrevido, que pudiera resistir el calor, y mucho menos, que tuviera las energías para principiar un combate.
Solo algunas jirafas comían hojas de los árboles. Unos pájaros volaban en busca de un lugar menos sofocante; y el empecinamiento de hombre y mula que intentaban vencer al camino.
Cuando el sol comenzó a opacarse por el manto de la noche, el arqueólogo se dio cuenta que aquel valle al que había llegado era el punto exacto que indicaba el circulo en su mapa.
Descargó los bultos, y la mula pareció agradecerlo con una mirada profunda.
Bebió nuevamente de la cantimplora y convidó al animal, para después comenzar a armar el campamento que le ofrecería la comodidad necesaria para reponer las energías.
La noche hizo que olvidase aquella tortuosa jornada, mientras desde la oscuridad, infinidad de ruidos de animales nocturnos llegaban a sus oídos.

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Los primeros fulgores del alba lo encontraron acomodando el material necesario para aquel día de trabajo. Una última consulta a la brújula y al mapa, y con nuevas fuerzas comenzó la búsqueda.
El sol teñía de colores el paisaje. El hombre escrutaba el terreno que descendía en un tobogán de canto rodado. Necesitaba nada más que una pista, una señal que le indicara por donde comenzar. Estaba seguro que aquel lugar era el correcto, que en alguna parte de ese valle encontraría la pieza que empotraría en su hipótesis, y que lo llevaría a emprender nuevas búsquedas, buceando en el pasado del tiempo y la historia de una especie de simios intrépidos que bajaron de los árboles y recorrieron el mundo.
Sus ojos, su cuerpo, todo él se había transformado en un detector, en un radar en busca de ese indicio.
Sus botas descendían, mientras algunas piedras se desprendían de la pendiente en una carrera loca y desenfrenada. Como si fuese un médico munido de un estetoscopio que osculta el cuerpo de su paciente en busca de una clave, él, con sus instrumentos buscaba afanosamente en el terreno, que por las capas que el tiempo y los vientos habían desnudado, le hablaba de millones de años.
No supo si fue su intuición, la necesidad de una pista, o sencillamente un resto, insignificante para otros ojos, que lo llevó al final de aquella pendiente: una muestra de barro de una lluvia que milenios atrás había regado el valle.
Removió parte del terreno, apartó algunas piedras más jóvenes, y poco a poco comenzó a descubrir una huella deforme y primitiva.
Pasó el dedo índice por la superficie petrificada. Supo que aquel animal de su especie no caminó por aquella pendiente que él bajó. Lo imaginó de largos brazos, robusto, frente carente de bóveda y maxilar prominente. Velludo y empapado por aquella lluvia que le haría dejar su huella.
Por las dimensiones de la impresión calculó su altura, imaginó el chapotear de aquellos pies en el barro, su respiración agitada por lo pesado del terreno.
Apartó parte del terreno en busca de otra, que poco a poco comenzó a descubrir entre el sedimento nuevo. Sus ojos brillaron de alegría y éxtasis. Volvió a imaginarlo y pudo verlo erguido sobre sus extremidades. Un animal tal vez cazador, joven y vital.
Todo su cuerpo sufrió una transformación que lo llevó a apartar y remover el terreno buscando completar aquella caminata milenaria. Tras su esfuerzo aparecieron nuevos pasos, nuevas huellas que lo hacían olvidar el calor abrasador, pues su mente estaba en aquel día lluvioso.
Una corta y antiquísima caminata nacida desde el fondo del tiempo, desde la ahora pendiente, y la profundidad misma de la historia, que también era su historia. Porque aquellos simiescos pies eran un eslabón en la larga cadena que conformaba la historia de su especie.
Trabajó con ahínco en busca de nuevos pasos que lo guiaran a algún lugar, y no los encontró. Habían surgido de la nada, desde la gran interrogante del tiempo para perderse en ella misma.
Se sentó junto a una piedra a descansar. Bebió un poco de agua, mientras su mente volaba tratando de desentrañar la trayectoria de aquellos pasos.
Trató de meterse en la piel de aquel primitivo ser. Acompañó sus pasos en una marcha paralela, simulando sus tumbos, quizá sus gestos, balanceando los brazos como él lo habría hecho, en un paralelismo de millones de años.
Escondido entre unas piedras pequeñas encontró ese indicio: otra huella.
Volvió a remover el terreno joven, y mientras la descubría se dio cuenta que aquel ser había girado sobre su cuerpo.
Los pasos avanzaban hacia el fondo del valle en una marcha proveniente quién sabe de donde, para detenerse y girar.
¿Sería una carrera huyendo de un animal feroz?... Por la separación de las huellas lo descartó.
¿Acaso una simple caminata... y por qué giró?
Miró el valle, trató de imaginarlo bajo aquella lluvia. Descartó la pendiente, el par de colinas, cambió aquella vegetación seca por un terreno fértil y fangoso por la lluvia.
¿Acaso sería un cazador?, y lo imaginó cargando su trofeo, caminando lento, pesado.
Trató de desentrañar el porqué de aquel giro en la marcha. ¿Un llamado?
Recompuso con sus pasos la caminata. ¿Pensaría? ¿En qué?
¿Por qué se detuvo?
El sol caía por la pendiente, bañaba de colores al valle, resecaba con su calor a todo lo viviente, como había secado y petrificado aquella caminata.
La certeza de una enorme interrogante lo invadió, quizá la misma que el hombre primitivo había tenido.
Aquel hombre se sentó a descansar, agotado por el peso enorme de aquella interrogante que quizá millones de años atrás otro hombre le había dejado.
Un ser primitivo, quizá cazador, joven y velludo, de movimientos y aspecto simiesco, pero que le heredó aquella enorme interrogante.
Bebió un trago de agua, y se quedó con el peso inmenso de saberse evolucionado, e inteligente, pero con la misma interrogante que aquel que caminó bajo la lluvia milenaria de una tarde tal vez menos calurosa.

viernes, 18 de mayo de 2012


¡Guerra al godo!




Aldo Roque Difilippo




El hombre para sobrevivir debe valerse de artimañas, y  mucho más en tiempos difíciles cuando a mis 34 años, allá  por 1811, se produjeron las revueltas en los campos de Asencio. No se si estuvo bien o mal, puedo decir a mi favor, que sobreviví, cosa difícil en los años de la revolución. Don José  llamó: "Ramón  Fernández", y de inmediato contesté "Presente" al frente de 96 Blandengues, avanzando resuelto en la columna del centro en el glorioso día que vencimos en Las Piedras. Estaba acostumbrado a cumplir las órdenes, desde que era Cadete en el Cuerpo de Blandengues en Montevideo, en 1799, experiencia que acumulé también en 1804 cuando me ascendieron a Oficial en el Cuerpo de Veteranos de Caballería de Blandengues de la frontera de Montevideo; pero la mayoría del Ejército poco sabía de disciplina en el arte de la guerra: gauchos de todos los lugares, libertos, indios con sus chusma, que avanzaron como un enjambre de avispas enojadas.
El 18 de mayo amaneció sereno, luego de tres días de lluvia.
Veníamos cansados, pero deseando toparnos con las fuerzas realistas. Un rencor contenido corría por boca del paisanaje.
"Guerra al godo" vociferaban los hombres en los fogones. "Guerra al godo" repetían las chinas en los pericones. "Guerra al godo" parecían repetir nuestros caballos que se empecinaban  cinchando en el barrial, cruzando arroyos desbordados, o aguantando la lluvia y el frío cuando acampamos en Guadalupe, y en Canelón Chico a la espera de la orden que desatara ese grito contenido.
Tiempo después, ese grito se transformó en un canto hermoso que le escuché a un guitarrero en una pulpería por Guadalupe.
No recuerdo ni el nombre ni el aspecto del paisano, pero me quedaron  prendidos algunos versos sueltos:
 
"...No me vengan con embrollas
De patria ni montonera
Que para matarse al ñudo
Le sobra tiempo a cualquiera..."

"...Cielito cielo que s¡
Baya un ciento para todos
Miren que lindos patriotas
Los Portugueses y Godos..."
 
"...Cielito cielo que s¡
Baya un betún por detrás
Tres patrias hei conocido
No quero conocer más..."

En el campamento la paisanada se entretenía en torno al mate  la guitarra. Don José fumaba, rodeado de sus jefes, en cuclillas, mientras la guampa con ginebra pasaba de mano en  mano de la rueda que evaluaba la situación.
Había recibido informes de los movimientos de su hermano Manuel Francisco, y de los patriotas que habían partido rumbo a Colonia. Mientras sus jefes dialogaban acaloradamente, él los observaba como rumiando las ideas. Su actitud era como esas garúas cansinas y pertinaces que parecen inofensivas y cuando nos damos cuenta nos han empapado sin remedio.
Por la noche se lo vio recorrer los fogones, aceptar un pedazo de asado o un trago de ginebra. Después se entretuvo conversando con un grupo de indios que, apartados del resto, parecían querer desentrañar el misterio de la noche cerrada, con la mirada perdida en aquella negrura infinita. Ellos lo llamaban "El gran cacique" y lo veneraban tanto como a sus viejos caciques, en tanto don José los respetaba quizá  más que a los altos oficiales que lo acosaban con consultas, o  dándole informes de los movimientos del enemigo.
Escuchaba los consejos de los más viejos con una espectación de niño curioso, dialogando en su lengua como pocos he visto en nuestra campaña.
La gente estaba resuelta, y fue arduo el trabajo del  General y  los jefes de división para poder contenerlos. Parecía que las tacuaras se desbocaban de las manos de los hombres.
Incluso la indiada y los lanceros del Batallón de libertos sentían como sus armas exigían el encuentro, apuntando incesantemente en dirección a los muros de Montevideo. En este grupo encontré a una negra bellísima, empapada bajo la lluvia, que azuzaba el ánimo de sus compañeros, mientras sus motas, en notoria rebeldía, seguían resistiéndose a aplanarse con el agua. Después, Soledad Cruz, la morena lancera del Batallón de Libertos, avanzó en la primera fila de la infantería, con su pecho desnudo como lo habían  hecho sus abuelas africanas, y cayó semi inconsciente al explotarse un barril de pólvora en pleno combate.
Soledad había tenido amores con una sombra, y quizá por eso salió ilesa de aquella batalla. Tiempo después la vi con sus pies descalzos, su vestimenta raída y sucia, acompañando al General en la redota. Ni el vestido gastado, ni los talones rajados por la caminata, pudieron aplacar la rebeldía de Soledad, con sus motas más negras y encrespadas.
La orden era esperar, y a nuestro pesar lo hicimos. Recién sobre las 10 de la mañana se produjeron los primeros tiroteos entre ambas caballerías. Se fue generalizando el griterío entre criollos, indios, mulatos y negros.
Una partida realista se desprendió para dar alcance al  grupo de Antonio Pérez que había salido al encuentro con la orden de llamar la atención. Los godos golosos ante una victoria segura, avanzaron más de lo prudente sobre el pequeño grupo, obligando a su jefe a salir en su auxilio.
Don José Artigas convocó a Junta de Guerra y  todas las opiniones coincidieron en que era el momento propicio para atacar. Después exhortó a la tropa, recordando los triunfos anteriores y el honor con que debían distinguirse los soldados de la Patria, en tanto todos repetían que estaban dispuestos a sacrificar sus vidas en la empresa.
"-Empuñemos la espada, corramos al Combate!  -dijo don José- Venguemos nuestra patria. Tiemble el déspota de nuestra justa venganza. Su centro será convertido en polvo".
Don José estaba enardecido por la respuesta obtenida, recorriendo al galope cada línea del Ejército. Estaba realmente desconocido, con una euforia indisimulada, y no era para menos, la noche anterior se había enterado que los godos saquearon la Estancia de su familia, llevándose más de mil cabezas de ganado.
La intención era sacar al enemigo de su ventajosa posición, y la aparente huida de los comandados por Antonio Pérez se convirtió en una estrategia formidable.
Ya en campo favorable para nuestros intereses, la balanza se equilibro, llegando a volcarse a nuestro favor, ya que en el primer encontronazo la mayor parte de la caballería española se pasó a nuestro bando, luchando con tanto fervor como nuestros más encendidos  combatientes.
"-Carajo!  -gritó don José, y después-...Jaha perupi...";  y todos nos lanzamos al ataque.
Los godos hacían estragos con su artillería, en tanto la nuestra, escasa y poco adiestrada, solo llegaba a aturdirnos con el estruendo.
Desatada la guerrilla, don José recorrió nuevamente cada fila, recordándonos el honor con que debíamos combatir siempre los soldados de la Patria, para encargarse en dirigir la Infantería veterana.
Sintiendo el impacto de nuestro movimiento rápido, los Godos comenzaron a retroceder, sin poder evitar el encuentro fuera de la altura ventajosa que ocuparon en la mañana. Después la caballería española echó pie a tierra, y nosotros comenzamos a buscar el combate cuerpo a cuerpo.
El General Artigas notó que el entrevero no nos favorecía, ya que nuestra inferioridad de armamento era notoria. Con mucho esfuerzo junto a sus oficiales, logró recomponer la formación de batalla, regulando los fuegos, al tiempo que la artillería española hacía sentir todo su peso en los tres puntos de nuestra línea.
Ubicó dos hileras de tiradores que comenzaron a avanzar bajo el asedio de los godos, obligándolos a replegarse hacia Las Piedras, mientras algunos de su tropa tiraban las armas para meterse en las zanjas y  así quedar a cubierto de las balas.
En tanto, el Teniente Coronel Manuel Francisco Artigas y su tropa culminaba su movimiento envolvente que cortó la retirada de los godos, mientras don José montaba su segundo caballo dándoles la orden de avanzar. La entrada en acción del grupo de la extrema derecha al mando del  hermano de don José contribuyó a rubricar nuestro éxito en el combate.
Todos los esfuerzos de los cañones godos fueron inútiles para contener el avance de nuestras chuzas, de nuestros indios y gauchos  que llegaron hasta la boca de los obuses,  acostumbrados al combate cuerpo a cuerpo.
Los españoles tiraron sus fusiles, levantando la bandera de parlamento. El General, a pocos pasos de Posadas, le dio garantías de que sus vidas serían respetadas.
El triunfo fue rotundo, y el General debió empeñarse nuevamente en contener el ardor de los nuestros para evitar los excesos de la tropa.
Eran las cuatro de la tarde, y el desenlace de la batalla había rubricado nuestro éxito.
Quedaba entonces la ingrata tarea de recoger los muertos, mientras don José ordenaba a su Ayudante Mayor que tomara el pueblo de Las Piedras. Allí los godos tenían su reserva, y si no fuera por el movimiento de la columna de Manuel Francisco Artigas, que les cortó la retirada, la historia pudo ser muy diferente.
En Las Piedras quedaba una guardia de 30 plazas, con un cañón de a 4 y unos ciento diez hombres. Se habían improvisado trincheras y las azoteas del pueblo le servían de parapeto.
Sin derramar sangre se consiguió la rendición, y al ponerse el sol, los clarines anunciaron el triunfo definitivo.
Logramos hacernos de 482 prisioneros y 22 oficiales, cinco piezas de artillería, municiones y muchas armas.
Ya en Las Piedras dimos cristiana sepultura a los 13 valientes patriotas caídos en combate. Ramón Arregui, de las Milicias de Montevideo, Fermín (no recuerdo su apellido), Joaquín Quinteros, nativo de Buenos Aires, Victoriano (tampoco se su apellido, pero recuerdo que murió al amputársele una pierna por las heridas sufridas en combate), Juan de la Cruz Morón, soldado de la Tercera Compañía de Patricios de Buenos Aires, Hipólito y Francisco Lorenzo Cabrera, de la Compañía de Patricios de Maldonado, Gregorio Casaca, y un indio de quien nadie recordaba su nombre, son algunos de los valientes que ofrecieron sus vidas defendiendo la Patria.
A este indio lo recuerdo vigoroso avanzando sin  hacer caso a la descarga de la metralla, lanza en mano, y con una decisión pocas veces vista en un combatiente. Su cuerpo estaba mutilado, pero todavía  impresionaba la rigidez de sus músculos, como resistiéndose a dejar la lucha.
El amplio terreno donde se había desarrollado la batalla quedó salpicado de hombres heridos, y armas destrozadas por el fragor del encuentro. Por aquí, alguien se dejaba caer en el piso fangoso, exhausto por la lucha. Más allá, otro desmontaba para dar descanso a su caballo. En un extremo, los vencidos buscaban una explicación en algún punto distante del horizonte, donde no pudieran toparse con las miradas burlonas de aquel Ejército de desarrapados.

II

El Capitán José Posadas meditaba en medio del grupo de prisioneros. El desastre había caído sobre su Ejército y al cansancio por la ruda jornada se sumaba la demoledora sensación que se debe soportar tras la humillación que implicaba la derrota.
Días después, más sereno, escribiría a sus superiores sobre  "todas las particularidades ocurridas en esta Plaza antes de mi salida, solo me limitaré a imponerle desde el día 28 de Abril del presente año que salí llevando  a mis órdenes 186 compuestos de Marineros de Guerra y  Mercantes y entre ellos como unos 15 soldados de Marina los que dividí en dos Compañías mandadas por seis oficiales del Cuerpo de la Armada  con dos cañones violentos que eran servidos por Pardos y Morenos menos los Cabos de Cañón y cargadores que eran de Brigada".
Posadas levantó la vista del papel y no pudo  contener su impulso de anotar los elementos previos que propiciaron la derrota. "A la hora de mi salida ya noté los excesos de una gente que acavaba de desembarcarse, sin disciplina ni instrucción militar, pues todo el esfuerzo de los oficiales y el mío no fue suficiente a contenerlos de separarse del orden en que los hice salir, pues aunque anticipadamente mandaba cerrar las tabernas del tránsito, se  internaban en ellas y se hizo general embriaguez". Recordó los  hechos con claridad y los describió con puntillosa disciplina militar, pues aquella gente a su mando "Era enteramente insubordinada y sin disciplina y que por consiguiente nada  bueno se podóa esperar". Esa carencia de orden hacia los  mandos golpeaba fuerte en su moral de hombre acostumbrado al  rigor de la vida marinera, y el Alférez Juan Rosales llegó a  exasperar sus nervios, un personaje poco confiable "el cual verificó su conducta el día del ataque, pasándose  los Enemigos a quien está sirviendo desde entonces".
La lluvia  padecida a campo abierto servía para menguar el ánimo de la tropa y "fue  indispensable estar con las armas en la mano durmiendo en la formación de batalla con sus oficiales a la caveza,... principió la Tropa a enfermarse, y era forzoso remitir diariamente  este Hospital muchos Individuos cuyo reemplazo no regresaba, y de esta suerte se fue en pocos días desmembrando la fuerza;  lo qual también contribuyó la calidad de Tropa, que componiéndose de vecinos de la Milicia con Comercios y otras atenciones, quebrantaban, en el momento que les era posible, la estrechísima orden que yo havía dado para que solo diariamente se permitiese un hombre por Compañía para practicar diligencias y las de sus compañeros; sobre lo qual experimentó un perjudicial disimulo de los Cabos y Sargentos, y tolerancia en muchos oficiales, de suerte que hubo días de faltar hasta cien hombres, y todos los cargos que hacía me resultaban infructuosos".

 
III
El día de la Batalla el ánimo del Capitán Posadas declinaba en forma estrepitosa. Acostumbrado a los vaivenes del mar, a divisar el ancho horizonte con resolución, esta línea ondulada que se recortaba contra el cielo le deparaba sorpresas a cada tramo del camino. Una brújula o un sextante resultaban inútiles  -de haberlos tenido a mano- en aquel mar verde y  fangoso, pero extrañaba su presencia. Navegaba por un mar ignoto en una embarcación invisible, anárquica, que se dispersaba a cada tramo y que con mucho esfuerzo podía recomponer a fuerza de ordenes e insultos, de amenazas y rezongos.
Las divisiones se desorganizaban constantemente, y no era para menos. Resultaba imposible enfrentar a un ejército que avanzaba por todos lados, escasamente armados pero sin temor. El Capitán Posadas se esforzaba por recomponer las filas, pero sus esfuerzos resultaban inútiles, especialmente ante los embates de la indiada, que si bien contaba con pocas armas, se constituían en un enemigo difícil de combatir. De torsos desnudos, montando a dúo los caballos, mientras uno guiaba al animal a toda carrera, su acompañante montando al revés, lanzaba una lluvia de piedras y flechas, en medio de un griterío impresionante. Era un espectáculo devastador verlos avanzar blandiendo cuchillos y tijeras enastados, macanas de coronilla, y lanzas de tacuara.
Cinco horas en su vida de marinero resultaban poca cosa, tan solo un instante en la larga jornada dejando combar las velas y encauzar la nave en la dirección que marca la brújula. Pero ese tiempo, a campo abierto, en medio del griterío y la descarga de las armas, resultaron un suplicio para el Capitán Posadas, que se desplomó como un bulto cuando le mataron el caballo. Tras él, un sablazo que le hizo volar el sombrero, y antes que se repusiera recibió otro que le dividió el carrillo izquierdo.
Después vino lo esperado: levantar la bandera parlamentaria y la ingrata misión de entregar su sable asumiendo la derrota.
Las tropas orientales recorrían el campo de batalla, recogiendo heridos y  muertos, haciéndose de pequeños botines de guerra: un par de botas para un gaucho de talones embarrados, un sable que sustituiría una lanza quebrada en el fragor del encuentro, un crucifijo o unas espuelas de alguien que ya no podría utilizarlas. En el tumulto dos miradas se cruzaron. Los hombres se reconocieron. Las miradas dijeron muchas cosas en ese encuentro fugaz y sin palabras. Uno palmeó el hombro de un compañero herido, el otro se acomodó el sombrero y se quedó sentado en medio del  grupo de prisioneros.
Pedro Manuel García hubiera querido gritar que aquel que pasaba altanero vociferando vivas a la Patria era tan solo un traidor a las dos causas, pero su hombría se lo impidió.
Había conocido a Ramón Fernández  hacía muchos años cuando en su "Estancia de la Virgen" en las cercanías de la Capilla Nueva lo veía pasar hacia alguna pulpería o a visitar alguna china.
"Si habrás carneado a mi cuenta", pensó García y recordó que cuando escapó a Montevideo a ofrecer sus servicios a Elío tras el levantamiento de Asencio, le llegaron noticias de las artimañas de Fernández. "Ahora se te ve muy guapito, -caviló García masticando su rabia- pero yo se bien que cuando te mandaron a enfrentar al gauchaje que se reunía en Asencio, te hincaste y suplicaste por tu vida. Con gente como vos poco  podrá  hacer ese Artigas y su camarilla".
Ramón Fernández pareció adivinar los pensamientos de García y le devolvió una mirada intimidatoria. El español lo ignoró. Según pudo saber cuando los comandados por Viera y Benavídez armaron la revuelta en Asencio, Fernández había salido altivo a su encuentro, pensando que eran tan solo unos gauchos desarmados que le permitirían un triunfo fácil, y un ascenso, pero el Blandengue cayó en la trampa. Se adentró en el monte persiguiendo la partida de criollos y para su sorpresa recibió un ejercito incontenible. Los criollos habían azuzado varias lechiguanas y las avispas amedrentaron a los soldados que poco pudieron hacer ante tremenda embestida, salvándose tan solo un español, el Teniente José Maldonado quien se arrojó con caballo y todo al arroyo de la Calera. Ramón Fernández  -le había contado un chasque llegado de Mercedes- se arrodilló y suplicó por su vida, cayendo prisionero. Después, pudo averiguar Gutiérrez, se las ingenió para hacerse pasar por revolucionario, y de ah¡ en adelante se lo vió peleando por la causa artiguista.
Se enteró por diferentes emisarios, que este hombre, prepotente y poco confiable, ya preso en Mercedes, se enteró de un oficio que Viera debía mandar solicitando refuerzos, y se las ingenió para firmarlo, y después todos lo creyeron uno de los vencedores en Asencio y en la toma de Mercedes, cuando no era más que un pillo que aprovechó la circunstancia para sumarse al  bando ganador.
Un planazo en la espalda sacó a García de sus pensamientos. Apenas si pudo reponerse del golpe, y levantar la vista cuando una descarga de insultos y palos comenzaron a caer sobre los prisioneros, que iniciaron una larga caminata agotadora, semidesnudos y hambrientos. Debieron recorrer más de cuatrocientas leguas en una caminata que parecía no tener fin.
Los hombres llegaron al límite de sus fuerzas, mientras el frío y la carencia de alimentos los hacían caer constantemente, incorporándose por la lluvia de palos del gauchaje, que desde sus caballos no dejaban de insultarlos. En cada alto que hacía la columna, aquellos desarrapados se dedicaban a carnear algún animal y hacer circular la ginebra en torno al fogón, en tanto los prisioneros recibían la orden de quedarse quietos y callados.
A su espalda una columna de hombres y caballos avanzaba desafiante en dirección a los muros de Montevideo. Cerca de la Iglesia Matriz, en una finca de dos plantas doña María Rita Calvo de Gómez arropaba a su décimo hijo, de tan solo 35 días.
Lo habían llamado José María Leandro Gómez, quien estaría predestinado a pasar los primeros y los últimos meses de su vida en una ciudad sitiada.
Un vecino español escribía en su diario: "Hace pocos días que intimaron la rendición de la plaza y lo mismo hicieron con el Cerro y los parlamentarios se volvieron sin respuesta. Como es  probable que nos falten los víveres para subsistir, mediante a que nada debemos esperar de tierra, porque de la banda de fuera de los portones mandan ellos y es la razón porque hemos mandado algunos barquillos en busca de arroz, trigo, fariña y minestra. El estado en que se hallan las provincias del Río de la Plata ¿qué  podremos pensar? ¿Qué podrá suceder? Si calculamos con juicio podremos sin  disputa avanzarnos a decir que se perdió para siempre la America del Sur. No hay fuerza humana que haga variar la conducta ya a estas gentes, siempre propensas a pensar en daño del europeo. Mucho tiempo hace  que hicieron presente esto males a nuestro gobierno, pero débil siempre, ha mirado con desprecio, sin dar una contestación siquiera. Si ahora quiere pensar en el remedio, ya es tarde; sufra el mal enhorabuena, que la conducta que ha tenido para con esta parte del mundo ha correspondido perfectamente en sus resultados".