lunes, 19 de noviembre de 2012
viernes, 19 de octubre de 2012
domingo, 15 de julio de 2012
domingo, 10 de junio de 2012
El Domador de Bestias Diminutas
Aldo Roque
Difilippo
Los circos llegaban a la ciudad con su cargamento de
animales exóticos, aromas desconocidos y personajes extraños. Alzaban puntales
y correas para maravillarnos bajo la carpa con las proezas más arriesgadas.
Después de unos años ya nada parecía
conmovernos. Habíamos visto desde los actos más extraños a las rarezas nunca
imaginadas, o por lo menos eso habíamos creído.
La nueva caravana se enrolló, como un
gusano, y en medio de miradas inquisidoras, comenzaron a levantar la carpa, tan
similar a las otras.
No era fácil llegar al pueblo, por un
camino pedregoso, por momentos empinado, o resbaladizo por la lluvia. Un
serpenteo inquietante, entre la vegetación baja y la incertidumbre de no saber
si todo aquello conduciría a algo.
Periódicamente llegaban, quizá
intrigados por descubrir cómo podíamos sobrevivir en esa inmensa desolación, o
tal vez porque presumían que pocos viajeros transitaban aquel camino, y que
terminarían convirtiéndose en una atracción a la cual no podríamos resistirnos.
Un cartel plagado de estrellas y
dibujos de animales espléndidos fue alzado frente a la boletería, donde se leía
"GRAN CIRCO DE LOS HERMANOS
LETRÁN", teniendo como atracción principal su domador de bestias
diminutas.
Nosotros pretendimos descubrirlas
entre las jaulas. Las imaginamos amenazantes, de pelaje y apariencia
subyugante, pero no encontramos nada. Sólo los clásicos leones y elefantes,
junto a otros animales de movimientos ágiles, pero que no nos reservaban ningún
secreto.
Mientras algunos personajes hacían
sus piruetas, ensayaban sus trucos junto a la carpa, o cepillaban los caballos,
un hombre de cabellos lanudos se entretenía con una cajita de forma irregular,
mirando el interior con unos lentes extraños.
Parecía un vellón mal cortado,
clavado en una estaca. Era desmesuradamente delgado, de espesa barba
confundiéndose con el cabello tupido que ocultaba aún más sus ojos diminutos.
Los pómulos parecían apenas dos líneas marcando el inicio de la barba que
adelgazaba aún más su figura.
Tenía dedos demasiado largos y sus
movimientos eran lentos, como si necesitara meditarlos.
Por el hombre de la boletería supimos
que era el Sr. Weisz, el domador de las bestias microscópicas, y pretendimos
que nos enseñara los maravillosos animales que amaestraba, pero era un ser
parco al que sólo pudimos arrancarle algunos monosílabos, para quedarse
acariciando la barba en una forma mecánica y constante.
Fumaba unos cigarros que daban risa.
Parecían pedacitos de madera que humeaban haciendo juego con en la delgadez con
sus dedos descarnados.
A la hora de la función todos
estábamos ocupando nuestro lugar en las gradas, en medio del olor a churros,
chorizos de humareda grasosa y perpetua, y la continua cantinela de
carameleros, vendedores de refrescos y chucherías. El murmullo se apagó cuando
apareció un personaje entrajado de lentejuelas, con una galera enorme, para
anunciar el comienzo de la función. Su abultado vientre parecía agrandarse con
los movimientos de las luces.
-¡Señoooras
y señooores; con ustedes los artistas!... -dijo impostando la voz-. Aquellos que quieran presenciar el
maravilloso acto de nuestro domador de bestias diminutas, único en el mundo,
deberán pasar al recinto contiguo, en grupos de a cinco, debido a lo arriesgado
de la prueba, y de otros detalles que después comprenderán...
Mientras unos presenciaban la
función, pequeños grupos de espectadores hacían cola para ingresar a aquella
casilla misteriosa.
Allí sólo había una mesa diminuta,
los lentes extraños que habíamos visto manipular al Sr. Weisz, y un par de
cajas.
Él apareció enfundado en una toga
negra y desgastada, que lo adelgazaba aún más, junto a una muchacha de facciones
adolescentes que presentaba el acto, y anunciaba cada uno de los trucos. El
Domador sólo se limitó a inclinarse levemente para saludar, y emitir pequeños
silbidos, casi imperceptibles, para ordenar a sus bestias las piruetas a
realizar.
De a uno pasábamos frente a los
lentes para presenciar el acto, pues según se nos dijo, eran seres tan
diminutos que no veríamos nada a simple vista, pero que debíamos guardar cierta
distancia pues eran verdaderamente feroces, y podían atacarnos y liquidarnos
sin que pudiésemos hacer nada.
Alguien del grupo dijo que no existía
nada tan chico que no pudiera ser visto, y si existiese, sería completamente
inofensivo.
El Sr. Weisz lo miró, y la
inexpresividad de su rostro denunciaba cierta sonrisa burlona. Sacó un conejo de
una de las cajas, le abrió la boca y lo obligó a beber de un frasco diminuto
que extrajo de la toga. Era un líquido que nos pareció agua, pero muy viscosa,
al punto que le costo caer hasta la boca del animal.
La muchacha dijo que se trataba de
una dosis altamente letal, que liquidarían al animal.
El pobre conejo comenzó a
convulsionarse, como si hubiese recibido un golpe fortísimo. Después su pelaje
se tornó de un color verdusco, para quedar rígido sobre la mesa, con las patas
extendidas y los ojos encendidos.
Al tocarlo, el pobre animal parecía
haber adquirido una consistencia pétrea, como si se hubiese fosilizado.
El hombre no expresó ningún
sentimiento de culpa por el asesinato, sólo se limitó a mirarnos con cierta
sonrisa en los ojos, rumiando una victoria ante el descreído auditorio. Luego
nos indicó con un gesto que comenzáramos a desfilar frente a los lentes.
Aquellas gotas de líquido viscoso
estaban pobladas de seres diminutos, minúsculos granitos que formaban extrañas
figuras. El domador emitía pequeños silbidos y aquellos extraños seres formaban
nuevos dibujos. Se alineaban en un mosaico chinesco, o se aglutinaban en
pequeños bultitos, como eczemas que desaparecían ante un nuevo silbido, similar
a un lamento. Una pena surgida de las entrañas de aquel ser enjuto.
Las bestias diminutas formaban
cadenas, pequeños serpenteos, dibujos cuadriculados, cambiando incluso su
colorido al mandato de los silbidos. Del verdoso marino se volvían cepias, o de
un rojo pálido, salpicado por pequeñísimos toques sanguinolentos. Para
demostrarnos que su arte podía sortear todos los obstáculos filtró aquel
líquido, pasándolo por un pañuelo doblado en cuatro, y ante nuestros ojos
aparecieron nuevamente esos seres, haciendo sus piruetas al ritmo de los
silbidos quejumbrosos y monótonos.
Era el espectáculo más maravilloso y
diminuto que habíamos presenciado, y la muchacha nos habló de las dificultades
que suponían cada pirueta. Sobre todo por la condición anárquica de las
bestias. En otros animales -nos dijo- el trabajo del domador se simplifica
descubriendo quién era el líder, ya que tras él marcharían todos. Pero estas
bestias carecían de toda formación jerárquica, y ahí radicaba la maestría y la
paciencia del domador.
Para el final, el hombre se reservaba
el acto más arriesgado. Tomaría del agua que petrificó al conejo, y cuando
estuviese a punto de convertirse en un trozo de piedra, tan sólo con sus
silbidos, las obligaría a dejar su cuerpo.
Se bebió el contenido del frasco de
un trago, y casi al instante comenzó a transpirar. Su cuerpo, que denunciaba
una magritud excesiva, sudaba como un trozo de carne puesto sobre el fuego. La
toga se le pegó al cuerpo, como si estuviera bajo una lluvia torrencial.
Después, igual que el conejo, sus
movimientos se volvieron convulsivos, y sus ojos se encendieron como el sol en
la temporada de sequía. Su piel perdió esa carencia de pigmento, que lo
acercaba a un francés destiñéndose por una fiebre eterna. Comenzaron a
aparecerle los primeros bultos que lo convirtieron en un tronco de parra,
reseco y agrietado.
-¡Señoras
y señores! -gritó, y su voz pareció surgir de un lugar ignoto-. Comprueben ustedes mismos. Aquí no hay
trucos. ¡Toquen, huelan!
La pestilencia que emanaba su cuerpo
inundó la pieza.
El hombre hablaba sin parar, y su
rostro era una seguidilla de gestos y contracciones. Los pómulos se le
encendieron de un rojo sanguinolento, que creímos terminaría incendiándolo.
De pronto su verborragia cesó, como
si acatara un mandato supremo, para quedar tieso, como una estatua que apenas
respiraba. Su piel parecía la de una roca reseca y agrietada. Con el último
hilo de respiración emitió su silbido que se volvió más quejumbroso, un lamento
desgarrador de condenado sin esperanzas.
En menos de quince minutos su cuerpo
comenzó a recobrar el aspecto inicial, regresándole el mutismo infranqueable.
En una cuchara pequeña dejó caer un poco de saliva para ponerla bajo los
lentes.
Ahí estaban nuevamente las bestias,
haciendo sus piruetas marcadas por la monotonía de los silbidos.
El domador se inclinó levemente para
recibir el aplauso. Miró a su secretaria y se perdió tras la puerta.
El circo seguía con su función, y
nosotros volvimos a nuestro lugar en las gradas. Después la proeza del Sr.
Weisz sería comentada y repetida por todo el pueblo, que se quedó mirando cómo
se desenrollaba la oruga de casillas y jaulas para perderse en el camino.
Varios años después el Circo de los
hermanos Letrán regresó, pero nada volvió a conmovernos. El Domador había
muerto, según se nos dijo, tras una rebelión de aquellas bestias ingobernables;
y ya nadie se atrevió a seguir sus pasos.
Aldo Roque Difilippo
Ella era una más en la inmensa
montaña de semillas. Una más en esa pronunciada colina esperando que llegara su
momento.
Como toda semilla sabía que su mejor arma era la paciencia, que su mejor
estrategia era esperar y que el tiempo finalmente completaría la historia como
lo había hecho tantas veces. Un fruto que cae, se pudre, se reseca, es
arrastrado por el viento frío del invierno, machacado por ramas y piedras,
triturado por animales hasta liberar la pequeña, a veces única semilla que
espera en el interior su oportunidad para meterse en un hueco de la tierra y
nuevamente esperar la lluvia que la haga brotar.
Así había nacido aquella planta en medio de la espesura selvática.
Aquella otra, testaruda y solitaria en medio de la nada. Así esperó y resistió
aquel sufrido arbolito que encontró un puñadito de tierra en el hueco de una
piedra.
Aquella pequeña semilla sabía todo eso.
Esperó que el sol la secara como a sus compañeras de la colina que formó
el camión dentro del galpón. Rodó de alegría cuando el hombre con una pala las
cambió de lugar, las hizo dar vueltas por todo el galpón y volvió a acomodarse
entre sus compañeras cuando el hombre trepó lo que había armado y se empecinó
en desarmarlo y volverlo a armar.
El día que llegó el otro camión supo que el turno de muchas, y quizá el
suyo, había llegado.
Colocaron una oruga de metal que las hacía trepar para caer en el
camión.
Cuando estaba acomodándose porque su turno llegaba y ya hacía cálculos
de cual sería su nuevo destino, lo vio y le fue imposible esquivarlo. Intentó
resistirse pero es casi imposible resistirse al destino que cada uno tiene
marcado.
El pájaro la miró con sus enormes ojos marrones y la engulló de un
picotazo certero.
Poco pudo hacer el hombre. El pájaro voló hasta perderse por una ventana
del galpón.
Ella lloró sabiéndose muerta. Lloró de frustración y rabia imaginando el
futuro alejado de sus compañeras que serían esparcidas por el campo y
comenzarían a desperezarse en tallos y raíces, en hojas y flores, bailando con
la lluvia y la brisa.
Lloró en la profundidad del estómago de aquel pájaro que la había robado
de un picotazo. Lloró porque sabía que su futuro no sería como el que había
soñado y le dolió su segura muerte, lenta, oscura, húmeda, en la panza de ese
maldito pájaro ladrón. Hasta que la expulsó en un montículo maloliente y gris.
Sintió que ya nada podía pasarle. Que no tenía merecida una muerte así,
en medio del basurero donde las moscas y las ratas reinaban sin control, y
ella, una de las mas brillantes semillas de aquella colina que amontonaron en
el galpón, ahora convertida en excremento de pájaro en medio de ese basural
fétido.
Y lloró nuevamente. Lloró tanto que pareció que su ya disminuido cuerpo
otra vez se resquebrajaba. Como si se partiera en nuevos pedazos que le hacían
brotar nuevas lágrimas.
Cuando el sol llegó al centro del cielo se dio cuenta de su error y
volvió a llorar, pero esta vez de alegría. Recién ahí pudo ver su diminuta
sombra bailando al sol: un par de ramitas endebles pero verdes le habían nacido
y se movían con el viento.
Cuando tuvo su primera flor, volvió a llorar de alegría, segura de que
no había mejor lugar en el mundo para nacer y llenar de color la vida.
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*Este cuento resultó finalista en el VI CONCURSO
INTERNACIONAL DE CUENTO ECOLOGICO CIUDAD DE PUPIALES, 2007. Organizado por la Fundación Gabriel García Márquez,
el Ministerio de Cultura de Colombia y la Alcaldía Municipal
de Pupiales.
Aldo Roque
Difilippo
El sol
abrasador del verano resecaba el ambiente. La sabana se hundía en los sopores
de aquel clima donde los árboles, de escasas hojas verde-marchito, proyectaban
una sombra débil y agujereada por todos lados. El pastizal y la leve ondulación
del terreno parecían cabezas de ancianos con los cabellos desteñidos y pajizos.
Aquel hombre, arqueólogo de profesión
y apasionado de su ciencia, se detuvo para secarse el sudor que brotaba de su
frente como en una cascada inagotable. Bebió un par de tragos de agua de su
cantimplora, consultó la brújula y, por el trayecto recorrido, supo que pronto
llegaría al lugar, que según el mapa y sus investigaciones, le pe1rmitirían
encontrar lo que tantas veces le había sido esquivo; una pista, indicio que le
permitiera iniciar una excavación, y con ella, un apasionado rastreo en los
millones de años de una especie que era la suya.
Equilibró la carga que llevaba la
mula, con el pañuelo se secó el sudor del cuello y la nuca, para retomar la
marcha lenta y esperanzada.
Los animales de la sabana, agobiados
por el calor y la ausencia de agua, la transitaban como buscando ese sosiego,
esa brisa fresca, y así sacarse del cuerpo el agobio del clima tropical.
Descolgó el rifle que llevaba al
hombro, y se lo sumó a la carga que transportaba la mula. No había necesidad de
tal precaución, pues con aquel clima ni los animales más feroces y temidos se
divisaban. No había cuerpo, por más fuerte y atrevido, que pudiera resistir el
calor, y mucho menos, que tuviera las energías para principiar un combate.
Solo algunas jirafas comían hojas de
los árboles. Unos pájaros volaban en busca de un lugar menos sofocante; y el
empecinamiento de hombre y mula que intentaban vencer al camino.
Cuando el sol comenzó a opacarse por
el manto de la noche, el arqueólogo se dio cuenta que aquel valle al que había
llegado era el punto exacto que indicaba el circulo en su mapa.
Descargó los bultos, y la mula
pareció agradecerlo con una mirada profunda.
Bebió nuevamente de la cantimplora y
convidó al animal, para después comenzar a armar el campamento que le ofrecería
la comodidad necesaria para reponer las energías.
La noche hizo que olvidase aquella
tortuosa jornada, mientras desde la oscuridad, infinidad de ruidos de animales
nocturnos llegaban a sus oídos.
.......................
Los primeros fulgores del alba lo
encontraron acomodando el material necesario para aquel día de trabajo. Una
última consulta a la brújula y al mapa, y con nuevas fuerzas comenzó la
búsqueda.
El sol teñía de colores el paisaje.
El hombre escrutaba el terreno que descendía en un tobogán de canto rodado.
Necesitaba nada más que una pista, una señal que le indicara por donde
comenzar. Estaba seguro que aquel lugar era el correcto, que en alguna parte de
ese valle encontraría la pieza que empotraría en su hipótesis, y que lo
llevaría a emprender nuevas búsquedas, buceando en el pasado del tiempo y la
historia de una especie de simios intrépidos que bajaron de los árboles y
recorrieron el mundo.
Sus ojos, su cuerpo, todo él se había
transformado en un detector, en un radar en busca de ese indicio.
Sus botas descendían, mientras
algunas piedras se desprendían de la pendiente en una carrera loca y
desenfrenada. Como si fuese un médico munido de un estetoscopio que osculta el
cuerpo de su paciente en busca de una clave, él, con sus instrumentos buscaba
afanosamente en el terreno, que por las capas que el tiempo y los vientos
habían desnudado, le hablaba de millones de años.
No supo si fue su intuición, la
necesidad de una pista, o sencillamente un resto, insignificante para otros
ojos, que lo llevó al final de aquella pendiente: una muestra de barro de una
lluvia que milenios atrás había regado el valle.
Removió parte del terreno, apartó
algunas piedras más jóvenes, y poco a poco comenzó a descubrir una huella
deforme y primitiva.
Pasó el dedo índice por la superficie
petrificada. Supo que aquel animal de su especie no caminó por aquella
pendiente que él bajó. Lo imaginó de largos brazos, robusto, frente carente de
bóveda y maxilar prominente. Velludo y empapado por aquella lluvia que le haría
dejar su huella.
Por las dimensiones de la impresión
calculó su altura, imaginó el chapotear de aquellos pies en el barro, su
respiración agitada por lo pesado del terreno.
Apartó parte del terreno en busca de
otra, que poco a poco comenzó a descubrir entre el sedimento nuevo. Sus ojos
brillaron de alegría y éxtasis. Volvió a imaginarlo y pudo verlo erguido sobre
sus extremidades. Un animal tal vez cazador, joven y vital.
Todo su cuerpo sufrió una
transformación que lo llevó a apartar y remover el terreno buscando completar
aquella caminata milenaria. Tras su esfuerzo aparecieron nuevos pasos, nuevas
huellas que lo hacían olvidar el calor abrasador, pues su mente estaba en aquel
día lluvioso.
Una corta y antiquísima caminata
nacida desde el fondo del tiempo, desde la ahora pendiente, y la profundidad
misma de la historia, que también era su historia. Porque aquellos simiescos
pies eran un eslabón en la larga cadena que conformaba la historia de su
especie.
Trabajó con ahínco en busca de nuevos
pasos que lo guiaran a algún lugar, y no los encontró. Habían surgido de la
nada, desde la gran interrogante del tiempo para perderse en ella misma.
Se sentó junto a una piedra a
descansar. Bebió un poco de agua, mientras su mente volaba tratando de
desentrañar la trayectoria de aquellos pasos.
Trató de meterse en la piel de aquel
primitivo ser. Acompañó sus pasos en una marcha paralela, simulando sus tumbos,
quizá sus gestos, balanceando los brazos como él lo habría hecho, en un
paralelismo de millones de años.
Escondido entre unas piedras pequeñas
encontró ese indicio: otra huella.
Volvió a remover el terreno joven, y
mientras la descubría se dio cuenta que aquel ser había girado sobre su cuerpo.
Los pasos avanzaban hacia el fondo
del valle en una marcha proveniente quién sabe de donde, para detenerse y
girar.
¿Sería una carrera huyendo de un
animal feroz?... Por la separación de las huellas lo descartó.
¿Acaso una simple caminata... y por qué
giró?
Miró el valle, trató de imaginarlo
bajo aquella lluvia. Descartó la pendiente, el par de colinas, cambió aquella
vegetación seca por un terreno fértil y fangoso por la lluvia.
¿Acaso sería un cazador?, y lo
imaginó cargando su trofeo, caminando lento, pesado.
Trató de desentrañar el porqué de
aquel giro en la marcha. ¿Un llamado?
Recompuso con sus pasos la caminata.
¿Pensaría? ¿En qué?
¿Por qué se detuvo?
El sol caía por la pendiente, bañaba
de colores al valle, resecaba con su calor a todo lo viviente, como había
secado y petrificado aquella caminata.
La certeza de una enorme interrogante
lo invadió, quizá la misma que el hombre primitivo había tenido.
Aquel hombre se sentó a descansar,
agotado por el peso enorme de aquella interrogante que quizá millones de años
atrás otro hombre le había dejado.
Un ser primitivo, quizá cazador,
joven y velludo, de movimientos y aspecto simiesco, pero que le heredó aquella
enorme interrogante.
Bebió un trago de agua, y se quedó
con el peso inmenso de saberse evolucionado, e inteligente, pero con la misma
interrogante que aquel que caminó bajo la lluvia milenaria de una tarde tal vez
menos calurosa.
viernes, 18 de mayo de 2012
¡Guerra al godo!
Aldo
Roque Difilippo
El
hombre para sobrevivir debe valerse de artimañas, y mucho más
en tiempos difíciles cuando a mis 34 años, allá por 1811, se produjeron
las revueltas en los campos de Asencio. No se si estuvo
bien o mal, puedo decir a mi favor, que sobreviví, cosa difícil en los años de
la revolución. Don José llamó: "Ramón Fernández", y de inmediato contesté
"Presente" al frente de 96 Blandengues, avanzando resuelto en la
columna del centro en el glorioso día que vencimos en Las Piedras. Estaba
acostumbrado a
cumplir las órdenes, desde que era Cadete en el Cuerpo de Blandengues en
Montevideo, en 1799, experiencia que acumulé
también en 1804 cuando me ascendieron a Oficial en el Cuerpo de Veteranos de
Caballería de Blandengues de la frontera de Montevideo; pero la mayoría del Ejército
poco sabía
de disciplina en el arte de la guerra: gauchos de todos los lugares, libertos,
indios con sus chusma, que avanzaron como un enjambre de avispas enojadas.
El
18 de mayo amaneció sereno, luego de tres días de lluvia.
Veníamos
cansados, pero deseando toparnos con las fuerzas realistas.
Un rencor contenido corría por boca del paisanaje.
"Guerra
al godo" vociferaban los hombres en los fogones. "Guerra al
godo" repetían las chinas en los pericones. "Guerra al godo"
parecían repetir nuestros caballos que se empecinaban cinchando
en el barrial, cruzando arroyos desbordados, o aguantando
la lluvia y el frío cuando acampamos en Guadalupe, y
en Canelón Chico a la espera de la orden que desatara ese grito
contenido.
Tiempo
después, ese grito se transformó en un canto hermoso que le escuché a un guitarrero en una pulpería
por Guadalupe.
No
recuerdo ni el nombre ni el aspecto del paisano, pero me quedaron prendidos algunos versos sueltos:
"...No me vengan con embrollas
De patria ni montonera
Que para matarse al ñudo
Le sobra tiempo a cualquiera..."
"...Cielito cielo que s¡
Baya un ciento para todos
Miren que lindos patriotas
Los Portugueses y Godos..."
"...Cielito cielo que s¡
Baya un betún por detrás
Tres patrias hei conocido
No quero conocer más..."
En
el campamento la paisanada se entretenía en torno al mate la guitarra. Don José fumaba, rodeado de sus
jefes, en cuclillas, mientras la guampa con ginebra pasaba de mano en mano de la rueda que evaluaba la situación.
Había
recibido informes
de los movimientos de su hermano Manuel Francisco, y de los patriotas que habían partido rumbo a
Colonia. Mientras sus
jefes dialogaban acaloradamente, él los observaba como rumiando las ideas. Su actitud era como esas
garúas cansinas y pertinaces
que parecen inofensivas y cuando nos damos cuenta nos
han empapado sin remedio.
Por
la noche se lo vio recorrer los fogones, aceptar un pedazo
de asado o un trago de ginebra. Después se entretuvo conversando con un grupo
de indios que, apartados del resto, parecían
querer desentrañar el misterio de la noche cerrada, con
la mirada perdida en aquella negrura infinita. Ellos lo llamaban
"El gran cacique" y lo veneraban tanto como a sus viejos
caciques, en tanto don José los respetaba quizá más que a
los altos oficiales que lo acosaban con consultas, o dándole informes de los movimientos del
enemigo.
Escuchaba
los consejos de los más viejos con una espectación de niño curioso, dialogando en su lengua como pocos
he visto en
nuestra campaña.
La
gente estaba resuelta, y fue arduo el trabajo del General y
los jefes de división para poder contenerlos. Parecía que las
tacuaras se desbocaban de las manos de los hombres.
Incluso
la indiada y los lanceros del Batallón de libertos sentían como sus armas exigían
el encuentro, apuntando incesantemente en dirección a los muros de Montevideo.
En este grupo encontré a una negra bellísima, empapada bajo la lluvia, que
azuzaba el ánimo de sus compañeros, mientras sus motas, en notoria
rebeldía, seguían resistiéndose a aplanarse con el agua.
Después, Soledad Cruz, la morena lancera del Batallón de Libertos, avanzó en la primera fila de la
infantería, con su pecho desnudo como lo habían
hecho sus abuelas africanas, y cayó semi inconsciente al explotarse un
barril de pólvora en pleno combate.
Soledad
había tenido amores con una sombra, y quizá por eso salió ilesa de aquella
batalla. Tiempo después la vi con sus pies descalzos, su vestimenta raída y
sucia, acompañando al General en la redota. Ni el vestido gastado, ni los
talones rajados por la caminata, pudieron aplacar la rebeldía de Soledad,
con sus motas más negras y encrespadas.
La
orden era esperar, y a nuestro pesar lo hicimos. Recién sobre las 10 de la mañana se produjeron los
primeros tiroteos entre
ambas caballerías. Se fue generalizando el griterío entre
criollos, indios, mulatos y negros.
Una
partida realista se desprendió para dar alcance al grupo de
Antonio Pérez que había salido al encuentro con la orden de llamar
la atención. Los godos golosos ante una victoria segura, avanzaron más de lo
prudente sobre el pequeño grupo, obligando a su jefe a salir en su auxilio.
Don
José Artigas convocó a Junta de Guerra y
todas las opiniones coincidieron en que era el momento propicio para atacar.
Después exhortó a la tropa, recordando los triunfos anteriores
y el honor con que debían distinguirse los soldados de
la Patria , en
tanto todos repetían que estaban dispuestos a sacrificar
sus vidas en la empresa.
"-Empuñemos
la espada, corramos al Combate! -dijo
don José- Venguemos
nuestra patria. Tiemble el déspota de nuestra justa venganza. Su centro será convertido en
polvo".
Don
José estaba enardecido por la respuesta obtenida, recorriendo al galope cada línea
del Ejército. Estaba realmente desconocido, con una euforia indisimulada, y no
era para menos, la noche anterior se había enterado que los godos saquearon
la Estancia
de su familia, llevándose más de mil cabezas de ganado.
La
intención era sacar al enemigo de su ventajosa posición, y la
aparente huida de los comandados por Antonio Pérez se convirtió
en una estrategia formidable.
Ya
en campo favorable para nuestros intereses, la balanza se equilibro, llegando a
volcarse a nuestro favor, ya que en el primer encontronazo la mayor
parte de la caballería española se pasó a nuestro bando, luchando con tanto
fervor como nuestros más encendidos combatientes.
"-Carajo! -gritó don José, y después-...Jaha
perupi..."; y todos nos lanzamos al
ataque.
Los
godos hacían estragos con su artillería, en tanto la nuestra, escasa y poco
adiestrada, solo llegaba a aturdirnos con el estruendo.
Desatada
la guerrilla, don José recorrió nuevamente cada fila, recordándonos el honor
con que debíamos combatir siempre los soldados de la Patria , para encargarse en
dirigir la Infantería
veterana.
Sintiendo
el impacto de nuestro movimiento rápido, los Godos comenzaron
a retroceder, sin poder evitar el encuentro fuera de la altura ventajosa que
ocuparon en la mañana. Después la caballería
española echó pie a tierra, y nosotros comenzamos a buscar
el combate cuerpo a cuerpo.
El
General Artigas notó que el entrevero no nos favorecía, ya que
nuestra inferioridad de armamento era notoria. Con mucho esfuerzo junto a sus
oficiales, logró recomponer la formación de batalla, regulando los fuegos, al
tiempo que la artillería española
hacía sentir todo su peso en los tres puntos de nuestra
línea.
Ubicó
dos hileras de tiradores que comenzaron a avanzar bajo el asedio de los godos,
obligándolos a replegarse hacia Las Piedras, mientras algunos de su tropa
tiraban las armas para meterse en las zanjas y
así quedar a cubierto de las
balas.
En
tanto, el Teniente Coronel Manuel Francisco Artigas y su tropa culminaba su
movimiento envolvente que cortó la retirada de los godos, mientras don José
montaba su segundo caballo dándoles
la orden de avanzar. La entrada en acción del grupo de
la extrema derecha al mando del hermano
de don José contribuyó a rubricar nuestro éxito en el combate.
Todos
los esfuerzos de los cañones godos fueron inútiles para contener el avance de
nuestras chuzas, de nuestros indios y gauchos que llegaron hasta la boca de los obuses, acostumbrados al combate cuerpo a cuerpo.
Los
españoles tiraron sus fusiles, levantando la bandera de parlamento.
El General, a pocos pasos de Posadas, le dio garantías de que sus vidas serían
respetadas.
El
triunfo fue rotundo, y el General debió empeñarse nuevamente en contener el
ardor de los nuestros para evitar los
excesos de la tropa.
Eran
las cuatro de la tarde, y el desenlace de la batalla había rubricado nuestro éxito.
Quedaba
entonces la ingrata tarea de recoger los muertos, mientras don José ordenaba a
su Ayudante Mayor que tomara el pueblo de Las Piedras. Allí los godos tenían su
reserva, y si no fuera por el movimiento de la columna de
Manuel Francisco Artigas, que les cortó la retirada, la historia pudo ser muy diferente.
En
Las Piedras quedaba una guardia de 30 plazas, con un cañón de a 4 y unos ciento
diez hombres. Se habían improvisado trincheras y las azoteas del pueblo le servían
de parapeto.
Sin
derramar sangre se consiguió la rendición, y al ponerse el sol, los clarines
anunciaron el triunfo definitivo.
Logramos
hacernos de 482 prisioneros y 22 oficiales, cinco piezas de artillería,
municiones y muchas armas.
Ya
en Las Piedras dimos cristiana sepultura a los 13 valientes patriotas caídos en
combate. Ramón Arregui, de las Milicias de Montevideo, Fermín (no recuerdo su
apellido), Joaquín Quinteros, nativo de Buenos Aires, Victoriano (tampoco se su apellido,
pero recuerdo que murió al amputársele una pierna por
las heridas sufridas en combate), Juan de la Cruz Morón , soldado
de la Tercera Compañía
de Patricios de Buenos Aires, Hipólito
y Francisco Lorenzo Cabrera, de la
Compañía de Patricios de Maldonado, Gregorio Casaca, y un
indio de quien nadie recordaba su nombre, son algunos de los valientes que
ofrecieron sus vidas defendiendo la Patria.
A
este indio lo recuerdo vigoroso avanzando sin
hacer caso a la descarga de la metralla, lanza en mano, y con una decisión
pocas veces vista en un combatiente. Su cuerpo estaba mutilado, pero todavía impresionaba la rigidez de sus músculos, como
resistiéndose a dejar la lucha.
El
amplio terreno donde se había desarrollado la batalla quedó salpicado de hombres
heridos, y armas destrozadas por el fragor del encuentro. Por aquí, alguien se
dejaba caer en el piso
fangoso, exhausto por la lucha. Más allá, otro desmontaba para dar descanso a
su caballo. En un extremo, los vencidos buscaban una explicación en algún punto
distante del horizonte, donde no pudieran toparse con las miradas burlonas de
aquel Ejército de desarrapados.
II
El
Capitán José Posadas meditaba en medio del grupo de prisioneros. El desastre
había caído sobre su Ejército y al cansancio por la ruda jornada se sumaba la
demoledora sensación que se debe soportar tras la humillación que implicaba la
derrota.
Días
después, más sereno, escribiría a sus superiores sobre "todas
las particularidades ocurridas en esta Plaza antes de mi salida, solo me limitaré
a imponerle desde el día 28 de Abril del presente año que salí
llevando a mis órdenes 186 compuestos de Marineros de Guerra y Mercantes y entre ellos como unos 15 soldados
de Marina los que dividí en dos Compañías mandadas por seis oficiales
del Cuerpo de la Armada
con dos cañones violentos que eran
servidos por Pardos y Morenos menos los Cabos de Cañón y cargadores que eran de Brigada".
Posadas
levantó la vista del papel y no pudo contener su impulso de anotar los elementos
previos que propiciaron la derrota. "A la hora de mi salida ya noté los excesos de una gente que acavaba de
desembarcarse, sin disciplina ni instrucción militar,
pues todo el esfuerzo de los oficiales y el mío no fue suficiente a
contenerlos de separarse del orden en que los hice salir,
pues aunque anticipadamente mandaba cerrar las tabernas
del tránsito, se internaban en ellas y se hizo general
embriaguez". Recordó los hechos
con claridad y los describió con puntillosa disciplina militar,
pues aquella gente a su mando "Era
enteramente insubordinada y sin disciplina y que
por consiguiente nada bueno se podóa esperar". Esa carencia de orden hacia los mandos golpeaba fuerte en su moral de hombre
acostumbrado al rigor de la vida marinera, y el Alférez Juan
Rosales llegó a exasperar sus nervios, un personaje poco
confiable "el cual verificó su conducta el día del
ataque, pasándose los Enemigos a quien está sirviendo desde
entonces".
La
lluvia padecida
a campo abierto servía para menguar el ánimo de la tropa y "fue indispensable estar
con las armas en la mano durmiendo en la formación de batalla con sus oficiales
a la caveza,... principió la
Tropa a enfermarse, y era forzoso remitir diariamente este Hospital muchos Individuos cuyo reemplazo no regresaba, y de esta
suerte se fue en pocos días desmembrando la fuerza; lo qual
también contribuyó la calidad de Tropa, que componiéndose de vecinos de la Milicia con Comercios y otras atenciones,
quebrantaban, en el momento que les era posible, la estrechísima
orden que yo havía dado para que solo diariamente se permitiese un hombre por
Compañía para practicar diligencias y las de
sus compañeros; sobre lo qual experimentó un perjudicial disimulo de los Cabos
y Sargentos, y tolerancia en muchos oficiales, de suerte que hubo días de
faltar hasta cien hombres, y todos los cargos que hacía me resultaban
infructuosos".
III
El
día de la Batalla
el ánimo del Capitán Posadas declinaba en forma estrepitosa. Acostumbrado a los
vaivenes del mar, a divisar
el ancho horizonte con resolución, esta línea ondulada que se recortaba contra
el cielo le deparaba sorpresas a cada tramo
del camino. Una brújula o un sextante resultaban inútiles -de haberlos tenido a mano- en aquel mar
verde y fangoso, pero extrañaba su presencia. Navegaba
por un mar ignoto
en una embarcación invisible, anárquica, que se dispersaba a cada tramo y que
con mucho esfuerzo podía recomponer a fuerza de ordenes e insultos, de amenazas
y rezongos.
Las
divisiones se desorganizaban constantemente, y no era para menos. Resultaba
imposible enfrentar a un ejército que avanzaba
por todos lados, escasamente armados pero sin temor. El Capitán Posadas se
esforzaba por recomponer las filas, pero sus
esfuerzos resultaban inútiles, especialmente ante los embates de la indiada,
que si bien contaba con pocas armas, se constituían en un enemigo difícil de
combatir. De torsos desnudos,
montando a dúo los caballos, mientras uno guiaba al animal
a toda carrera, su acompañante montando al revés, lanzaba una lluvia de piedras
y flechas, en medio de un griterío
impresionante. Era un espectáculo devastador verlos avanzar blandiendo
cuchillos y tijeras enastados, macanas de coronilla, y lanzas de tacuara.
Cinco
horas en su vida de marinero resultaban poca cosa, tan solo
un instante en la larga jornada dejando combar las velas y encauzar la nave en
la dirección que marca la brújula. Pero ese tiempo, a campo abierto,
en medio del griterío y la descarga de las armas, resultaron un suplicio para
el Capitán Posadas, que se desplomó como un bulto cuando le mataron el caballo.
Tras él, un sablazo que le hizo volar el sombrero, y antes que se repusiera
recibió otro que le dividió el carrillo izquierdo.
Después
vino lo esperado: levantar la bandera parlamentaria y la ingrata misión de
entregar su sable asumiendo la derrota.
Las
tropas orientales recorrían el campo de batalla, recogiendo heridos y muertos, haciéndose de pequeños botines de
guerra: un par de botas para un gaucho de talones embarrados, un sable que
sustituiría una lanza quebrada en el fragor
del encuentro, un crucifijo o unas espuelas de alguien que ya no podría
utilizarlas. En el tumulto dos miradas se cruzaron. Los hombres se
reconocieron. Las miradas dijeron muchas cosas en ese encuentro fugaz y sin palabras.
Uno palmeó el
hombro de un compañero herido, el otro se acomodó el sombrero y se quedó
sentado en medio del grupo de
prisioneros.
Pedro
Manuel García hubiera querido gritar que aquel que pasaba altanero vociferando
vivas a la Patria
era tan solo un traidor a las dos causas, pero su hombría se lo impidió.
Había
conocido a Ramón Fernández hacía muchos
años cuando en su "Estancia
de la Virgen "
en las cercanías de la
Capilla Nueva lo veía pasar hacia alguna pulpería o a visitar
alguna china.
"Si habrás carneado a mi
cuenta", pensó García y
recordó que cuando
escapó a Montevideo a ofrecer sus servicios a Elío tras el levantamiento de
Asencio, le llegaron noticias de las artimañas de Fernández. "Ahora se te ve muy guapito, -caviló
García masticando su rabia- pero yo se
bien que cuando te mandaron a enfrentar al gauchaje que se reunía en Asencio,
te hincaste y suplicaste por tu vida. Con gente como vos poco podrá
hacer ese Artigas y su camarilla".
Ramón
Fernández pareció adivinar los pensamientos de García y le devolvió una mirada
intimidatoria. El español lo ignoró. Según pudo saber cuando los comandados por
Viera y Benavídez armaron la revuelta en Asencio, Fernández había salido altivo
a su encuentro, pensando que eran tan solo unos gauchos desarmados que le
permitirían un triunfo fácil, y un
ascenso, pero el Blandengue cayó en la trampa. Se adentró en el monte
persiguiendo la partida de criollos y para su sorpresa
recibió un ejercito incontenible. Los criollos habían azuzado
varias lechiguanas y las avispas amedrentaron a los soldados que poco pudieron
hacer ante tremenda embestida, salvándose tan solo un español, el Teniente José
Maldonado quien
se arrojó con caballo y todo al arroyo de la Calera. Ramón
Fernández -le había contado un chasque
llegado de Mercedes- se arrodilló y suplicó por su vida, cayendo prisionero.
Después, pudo averiguar Gutiérrez, se las ingenió para hacerse pasar por
revolucionario, y de ah¡ en adelante se lo vió peleando por la causa
artiguista.
Se
enteró por diferentes emisarios, que este hombre, prepotente y poco confiable,
ya preso en Mercedes, se enteró de un oficio que Viera debía mandar solicitando
refuerzos, y se las ingenió para firmarlo, y después todos lo creyeron uno de
los vencedores en Asencio y en la toma de Mercedes, cuando no era más que un
pillo que aprovechó la circunstancia para sumarse al bando ganador.
Un
planazo en la espalda sacó a García de sus pensamientos. Apenas si pudo
reponerse del golpe, y levantar la vista cuando una descarga de insultos y
palos comenzaron a caer sobre los prisioneros,
que iniciaron una larga caminata agotadora, semidesnudos y hambrientos.
Debieron recorrer más de cuatrocientas leguas en una caminata que parecía no
tener fin.
Los
hombres llegaron al límite de sus fuerzas, mientras el frío y la carencia de
alimentos los hacían caer constantemente, incorporándose por la lluvia de palos
del gauchaje, que desde sus caballos no dejaban de insultarlos. En cada alto
que hacía la columna, aquellos desarrapados se dedicaban a carnear algún animal
y hacer circular la ginebra en torno al fogón, en tanto los prisioneros recibían
la orden de quedarse quietos y callados.
A
su espalda una columna de hombres y caballos avanzaba desafiante en dirección a
los muros de Montevideo. Cerca de la Iglesia Matriz , en una finca de dos plantas doña
María Rita Calvo de Gómez arropaba a su décimo hijo, de tan solo 35 días.
Lo
habían llamado José María Leandro Gómez, quien estaría predestinado a pasar los
primeros y los últimos meses de su vida en una ciudad sitiada.
Un
vecino español escribía en su diario: "Hace
pocos días que intimaron la rendición de la plaza y lo mismo hicieron con el
Cerro y los parlamentarios se volvieron sin respuesta. Como es probable que nos falten los víveres para
subsistir, mediante a que nada debemos esperar de tierra, porque de la banda de
fuera de los portones mandan ellos y es la razón porque hemos mandado algunos
barquillos en busca de arroz, trigo, fariña y minestra. El estado en que se
hallan las provincias del Río de la
Plata ¿qué podremos
pensar? ¿Qué podrá suceder? Si calculamos con juicio podremos sin disputa avanzarnos a decir que se perdió para
siempre la America
del Sur. No hay fuerza humana que haga variar la conducta ya a estas gentes,
siempre propensas a pensar en daño del europeo. Mucho tiempo hace que hicieron presente esto males a nuestro
gobierno, pero débil siempre, ha mirado con desprecio, sin dar una contestación
siquiera. Si ahora quiere pensar en el remedio, ya es tarde; sufra el mal
enhorabuena, que la conducta que ha tenido para con esta parte del mundo ha correspondido
perfectamente en sus resultados".
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