domingo, 10 de junio de 2012


 Caminata









Aldo Roque Difilippo




El sol abrasador del verano resecaba el ambiente. La sabana se hundía en los sopores de aquel clima donde los árboles, de escasas hojas verde-marchito, proyectaban una sombra débil y agujereada por todos lados. El pastizal y la leve ondulación del terreno parecían cabezas de ancianos con los cabellos desteñidos y pajizos.
Aquel hombre, arqueólogo de profesión y apasionado de su ciencia, se detuvo para secarse el sudor que brotaba de su frente como en una cascada inagotable. Bebió un par de tragos de agua de su cantimplora, consultó la brújula y, por el trayecto recorrido, supo que pronto llegaría al lugar, que según el mapa y sus investigaciones, le pe1rmitirían encontrar lo que tantas veces le había sido esquivo; una pista, indicio que le permitiera iniciar una excavación, y con ella, un apasionado rastreo en los millones de años de una especie que era la suya.
Equilibró la carga que llevaba la mula, con el pañuelo se secó el sudor del cuello y la nuca, para retomar la marcha lenta y esperanzada.
Los animales de la sabana, agobiados por el calor y la ausencia de agua, la transitaban como buscando ese sosiego, esa brisa fresca, y así sacarse del cuerpo el agobio del clima tropical.
Descolgó el rifle que llevaba al hombro, y se lo sumó a la carga que transportaba la mula. No había necesidad de tal precaución, pues con aquel clima ni los animales más feroces y temidos se divisaban. No había cuerpo, por más fuerte y atrevido, que pudiera resistir el calor, y mucho menos, que tuviera las energías para principiar un combate.
Solo algunas jirafas comían hojas de los árboles. Unos pájaros volaban en busca de un lugar menos sofocante; y el empecinamiento de hombre y mula que intentaban vencer al camino.
Cuando el sol comenzó a opacarse por el manto de la noche, el arqueólogo se dio cuenta que aquel valle al que había llegado era el punto exacto que indicaba el circulo en su mapa.
Descargó los bultos, y la mula pareció agradecerlo con una mirada profunda.
Bebió nuevamente de la cantimplora y convidó al animal, para después comenzar a armar el campamento que le ofrecería la comodidad necesaria para reponer las energías.
La noche hizo que olvidase aquella tortuosa jornada, mientras desde la oscuridad, infinidad de ruidos de animales nocturnos llegaban a sus oídos.

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Los primeros fulgores del alba lo encontraron acomodando el material necesario para aquel día de trabajo. Una última consulta a la brújula y al mapa, y con nuevas fuerzas comenzó la búsqueda.
El sol teñía de colores el paisaje. El hombre escrutaba el terreno que descendía en un tobogán de canto rodado. Necesitaba nada más que una pista, una señal que le indicara por donde comenzar. Estaba seguro que aquel lugar era el correcto, que en alguna parte de ese valle encontraría la pieza que empotraría en su hipótesis, y que lo llevaría a emprender nuevas búsquedas, buceando en el pasado del tiempo y la historia de una especie de simios intrépidos que bajaron de los árboles y recorrieron el mundo.
Sus ojos, su cuerpo, todo él se había transformado en un detector, en un radar en busca de ese indicio.
Sus botas descendían, mientras algunas piedras se desprendían de la pendiente en una carrera loca y desenfrenada. Como si fuese un médico munido de un estetoscopio que osculta el cuerpo de su paciente en busca de una clave, él, con sus instrumentos buscaba afanosamente en el terreno, que por las capas que el tiempo y los vientos habían desnudado, le hablaba de millones de años.
No supo si fue su intuición, la necesidad de una pista, o sencillamente un resto, insignificante para otros ojos, que lo llevó al final de aquella pendiente: una muestra de barro de una lluvia que milenios atrás había regado el valle.
Removió parte del terreno, apartó algunas piedras más jóvenes, y poco a poco comenzó a descubrir una huella deforme y primitiva.
Pasó el dedo índice por la superficie petrificada. Supo que aquel animal de su especie no caminó por aquella pendiente que él bajó. Lo imaginó de largos brazos, robusto, frente carente de bóveda y maxilar prominente. Velludo y empapado por aquella lluvia que le haría dejar su huella.
Por las dimensiones de la impresión calculó su altura, imaginó el chapotear de aquellos pies en el barro, su respiración agitada por lo pesado del terreno.
Apartó parte del terreno en busca de otra, que poco a poco comenzó a descubrir entre el sedimento nuevo. Sus ojos brillaron de alegría y éxtasis. Volvió a imaginarlo y pudo verlo erguido sobre sus extremidades. Un animal tal vez cazador, joven y vital.
Todo su cuerpo sufrió una transformación que lo llevó a apartar y remover el terreno buscando completar aquella caminata milenaria. Tras su esfuerzo aparecieron nuevos pasos, nuevas huellas que lo hacían olvidar el calor abrasador, pues su mente estaba en aquel día lluvioso.
Una corta y antiquísima caminata nacida desde el fondo del tiempo, desde la ahora pendiente, y la profundidad misma de la historia, que también era su historia. Porque aquellos simiescos pies eran un eslabón en la larga cadena que conformaba la historia de su especie.
Trabajó con ahínco en busca de nuevos pasos que lo guiaran a algún lugar, y no los encontró. Habían surgido de la nada, desde la gran interrogante del tiempo para perderse en ella misma.
Se sentó junto a una piedra a descansar. Bebió un poco de agua, mientras su mente volaba tratando de desentrañar la trayectoria de aquellos pasos.
Trató de meterse en la piel de aquel primitivo ser. Acompañó sus pasos en una marcha paralela, simulando sus tumbos, quizá sus gestos, balanceando los brazos como él lo habría hecho, en un paralelismo de millones de años.
Escondido entre unas piedras pequeñas encontró ese indicio: otra huella.
Volvió a remover el terreno joven, y mientras la descubría se dio cuenta que aquel ser había girado sobre su cuerpo.
Los pasos avanzaban hacia el fondo del valle en una marcha proveniente quién sabe de donde, para detenerse y girar.
¿Sería una carrera huyendo de un animal feroz?... Por la separación de las huellas lo descartó.
¿Acaso una simple caminata... y por qué giró?
Miró el valle, trató de imaginarlo bajo aquella lluvia. Descartó la pendiente, el par de colinas, cambió aquella vegetación seca por un terreno fértil y fangoso por la lluvia.
¿Acaso sería un cazador?, y lo imaginó cargando su trofeo, caminando lento, pesado.
Trató de desentrañar el porqué de aquel giro en la marcha. ¿Un llamado?
Recompuso con sus pasos la caminata. ¿Pensaría? ¿En qué?
¿Por qué se detuvo?
El sol caía por la pendiente, bañaba de colores al valle, resecaba con su calor a todo lo viviente, como había secado y petrificado aquella caminata.
La certeza de una enorme interrogante lo invadió, quizá la misma que el hombre primitivo había tenido.
Aquel hombre se sentó a descansar, agotado por el peso enorme de aquella interrogante que quizá millones de años atrás otro hombre le había dejado.
Un ser primitivo, quizá cazador, joven y velludo, de movimientos y aspecto simiesco, pero que le heredó aquella enorme interrogante.
Bebió un trago de agua, y se quedó con el peso inmenso de saberse evolucionado, e inteligente, pero con la misma interrogante que aquel que caminó bajo la lluvia milenaria de una tarde tal vez menos calurosa.

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