El Domador de Bestias Diminutas
Aldo Roque
Difilippo
Los circos llegaban a la ciudad con su cargamento de
animales exóticos, aromas desconocidos y personajes extraños. Alzaban puntales
y correas para maravillarnos bajo la carpa con las proezas más arriesgadas.
Después de unos años ya nada parecía
conmovernos. Habíamos visto desde los actos más extraños a las rarezas nunca
imaginadas, o por lo menos eso habíamos creído.
La nueva caravana se enrolló, como un
gusano, y en medio de miradas inquisidoras, comenzaron a levantar la carpa, tan
similar a las otras.
No era fácil llegar al pueblo, por un
camino pedregoso, por momentos empinado, o resbaladizo por la lluvia. Un
serpenteo inquietante, entre la vegetación baja y la incertidumbre de no saber
si todo aquello conduciría a algo.
Periódicamente llegaban, quizá
intrigados por descubrir cómo podíamos sobrevivir en esa inmensa desolación, o
tal vez porque presumían que pocos viajeros transitaban aquel camino, y que
terminarían convirtiéndose en una atracción a la cual no podríamos resistirnos.
Un cartel plagado de estrellas y
dibujos de animales espléndidos fue alzado frente a la boletería, donde se leía
"GRAN CIRCO DE LOS HERMANOS
LETRÁN", teniendo como atracción principal su domador de bestias
diminutas.
Nosotros pretendimos descubrirlas
entre las jaulas. Las imaginamos amenazantes, de pelaje y apariencia
subyugante, pero no encontramos nada. Sólo los clásicos leones y elefantes,
junto a otros animales de movimientos ágiles, pero que no nos reservaban ningún
secreto.
Mientras algunos personajes hacían
sus piruetas, ensayaban sus trucos junto a la carpa, o cepillaban los caballos,
un hombre de cabellos lanudos se entretenía con una cajita de forma irregular,
mirando el interior con unos lentes extraños.
Parecía un vellón mal cortado,
clavado en una estaca. Era desmesuradamente delgado, de espesa barba
confundiéndose con el cabello tupido que ocultaba aún más sus ojos diminutos.
Los pómulos parecían apenas dos líneas marcando el inicio de la barba que
adelgazaba aún más su figura.
Tenía dedos demasiado largos y sus
movimientos eran lentos, como si necesitara meditarlos.
Por el hombre de la boletería supimos
que era el Sr. Weisz, el domador de las bestias microscópicas, y pretendimos
que nos enseñara los maravillosos animales que amaestraba, pero era un ser
parco al que sólo pudimos arrancarle algunos monosílabos, para quedarse
acariciando la barba en una forma mecánica y constante.
Fumaba unos cigarros que daban risa.
Parecían pedacitos de madera que humeaban haciendo juego con en la delgadez con
sus dedos descarnados.
A la hora de la función todos
estábamos ocupando nuestro lugar en las gradas, en medio del olor a churros,
chorizos de humareda grasosa y perpetua, y la continua cantinela de
carameleros, vendedores de refrescos y chucherías. El murmullo se apagó cuando
apareció un personaje entrajado de lentejuelas, con una galera enorme, para
anunciar el comienzo de la función. Su abultado vientre parecía agrandarse con
los movimientos de las luces.
-¡Señoooras
y señooores; con ustedes los artistas!... -dijo impostando la voz-. Aquellos que quieran presenciar el
maravilloso acto de nuestro domador de bestias diminutas, único en el mundo,
deberán pasar al recinto contiguo, en grupos de a cinco, debido a lo arriesgado
de la prueba, y de otros detalles que después comprenderán...
Mientras unos presenciaban la
función, pequeños grupos de espectadores hacían cola para ingresar a aquella
casilla misteriosa.
Allí sólo había una mesa diminuta,
los lentes extraños que habíamos visto manipular al Sr. Weisz, y un par de
cajas.
Él apareció enfundado en una toga
negra y desgastada, que lo adelgazaba aún más, junto a una muchacha de facciones
adolescentes que presentaba el acto, y anunciaba cada uno de los trucos. El
Domador sólo se limitó a inclinarse levemente para saludar, y emitir pequeños
silbidos, casi imperceptibles, para ordenar a sus bestias las piruetas a
realizar.
De a uno pasábamos frente a los
lentes para presenciar el acto, pues según se nos dijo, eran seres tan
diminutos que no veríamos nada a simple vista, pero que debíamos guardar cierta
distancia pues eran verdaderamente feroces, y podían atacarnos y liquidarnos
sin que pudiésemos hacer nada.
Alguien del grupo dijo que no existía
nada tan chico que no pudiera ser visto, y si existiese, sería completamente
inofensivo.
El Sr. Weisz lo miró, y la
inexpresividad de su rostro denunciaba cierta sonrisa burlona. Sacó un conejo de
una de las cajas, le abrió la boca y lo obligó a beber de un frasco diminuto
que extrajo de la toga. Era un líquido que nos pareció agua, pero muy viscosa,
al punto que le costo caer hasta la boca del animal.
La muchacha dijo que se trataba de
una dosis altamente letal, que liquidarían al animal.
El pobre conejo comenzó a
convulsionarse, como si hubiese recibido un golpe fortísimo. Después su pelaje
se tornó de un color verdusco, para quedar rígido sobre la mesa, con las patas
extendidas y los ojos encendidos.
Al tocarlo, el pobre animal parecía
haber adquirido una consistencia pétrea, como si se hubiese fosilizado.
El hombre no expresó ningún
sentimiento de culpa por el asesinato, sólo se limitó a mirarnos con cierta
sonrisa en los ojos, rumiando una victoria ante el descreído auditorio. Luego
nos indicó con un gesto que comenzáramos a desfilar frente a los lentes.
Aquellas gotas de líquido viscoso
estaban pobladas de seres diminutos, minúsculos granitos que formaban extrañas
figuras. El domador emitía pequeños silbidos y aquellos extraños seres formaban
nuevos dibujos. Se alineaban en un mosaico chinesco, o se aglutinaban en
pequeños bultitos, como eczemas que desaparecían ante un nuevo silbido, similar
a un lamento. Una pena surgida de las entrañas de aquel ser enjuto.
Las bestias diminutas formaban
cadenas, pequeños serpenteos, dibujos cuadriculados, cambiando incluso su
colorido al mandato de los silbidos. Del verdoso marino se volvían cepias, o de
un rojo pálido, salpicado por pequeñísimos toques sanguinolentos. Para
demostrarnos que su arte podía sortear todos los obstáculos filtró aquel
líquido, pasándolo por un pañuelo doblado en cuatro, y ante nuestros ojos
aparecieron nuevamente esos seres, haciendo sus piruetas al ritmo de los
silbidos quejumbrosos y monótonos.
Era el espectáculo más maravilloso y
diminuto que habíamos presenciado, y la muchacha nos habló de las dificultades
que suponían cada pirueta. Sobre todo por la condición anárquica de las
bestias. En otros animales -nos dijo- el trabajo del domador se simplifica
descubriendo quién era el líder, ya que tras él marcharían todos. Pero estas
bestias carecían de toda formación jerárquica, y ahí radicaba la maestría y la
paciencia del domador.
Para el final, el hombre se reservaba
el acto más arriesgado. Tomaría del agua que petrificó al conejo, y cuando
estuviese a punto de convertirse en un trozo de piedra, tan sólo con sus
silbidos, las obligaría a dejar su cuerpo.
Se bebió el contenido del frasco de
un trago, y casi al instante comenzó a transpirar. Su cuerpo, que denunciaba
una magritud excesiva, sudaba como un trozo de carne puesto sobre el fuego. La
toga se le pegó al cuerpo, como si estuviera bajo una lluvia torrencial.
Después, igual que el conejo, sus
movimientos se volvieron convulsivos, y sus ojos se encendieron como el sol en
la temporada de sequía. Su piel perdió esa carencia de pigmento, que lo
acercaba a un francés destiñéndose por una fiebre eterna. Comenzaron a
aparecerle los primeros bultos que lo convirtieron en un tronco de parra,
reseco y agrietado.
-¡Señoras
y señores! -gritó, y su voz pareció surgir de un lugar ignoto-. Comprueben ustedes mismos. Aquí no hay
trucos. ¡Toquen, huelan!
La pestilencia que emanaba su cuerpo
inundó la pieza.
El hombre hablaba sin parar, y su
rostro era una seguidilla de gestos y contracciones. Los pómulos se le
encendieron de un rojo sanguinolento, que creímos terminaría incendiándolo.
De pronto su verborragia cesó, como
si acatara un mandato supremo, para quedar tieso, como una estatua que apenas
respiraba. Su piel parecía la de una roca reseca y agrietada. Con el último
hilo de respiración emitió su silbido que se volvió más quejumbroso, un lamento
desgarrador de condenado sin esperanzas.
En menos de quince minutos su cuerpo
comenzó a recobrar el aspecto inicial, regresándole el mutismo infranqueable.
En una cuchara pequeña dejó caer un poco de saliva para ponerla bajo los
lentes.
Ahí estaban nuevamente las bestias,
haciendo sus piruetas marcadas por la monotonía de los silbidos.
El domador se inclinó levemente para
recibir el aplauso. Miró a su secretaria y se perdió tras la puerta.
El circo seguía con su función, y
nosotros volvimos a nuestro lugar en las gradas. Después la proeza del Sr.
Weisz sería comentada y repetida por todo el pueblo, que se quedó mirando cómo
se desenrollaba la oruga de casillas y jaulas para perderse en el camino.
Varios años después el Circo de los
hermanos Letrán regresó, pero nada volvió a conmovernos. El Domador había
muerto, según se nos dijo, tras una rebelión de aquellas bestias ingobernables;
y ya nadie se atrevió a seguir sus pasos.