Ya no como un muerto
Aldo Roque Difilippo
La calle, como un animal muerto, yacía larga y silenciosa
bajo una luna mortecina que abrumaba de soledad la pendiente. Un gato estiró el
lomo desprendiéndose de un rencor, y maulló un lamento largo que onduló en cada
azotea hasta perderse en busca de aquel amor que lo enfrentó a un pendenciero y
que lo dejó con las urgencias sexuales magulladas.
Lo miró desde el pretil, con la indiferencia de quien mira un
drama que no le pertenece, afinó la oreja en busca de un rumor que lo
aproximara a alguna presencia conocida, hasta perderse entre las chapas y el
hormigón, con el lomo
plateado por la luna que se empecinaba en no caer en aquel
cielo desolado y frío.
Contra la pared, ovillado, preservando apenas algunos síntomas
que lo diferenciaban de algo inerte, un bulto humano temblaba o parecía temblar
en la sombra que barría la vereda.
Ni un gemido. Ni un ladrido de perro. Ni siquiera el viento
haciendo sonar las hojas secas. Era una suerte de foto con escasos movimientos,
morosos, pesados, como un enorme animal al que le incomoda el caparazón.
El último sonido fue el chirriar de los neumáticos en los
adoquines y el rebotar de aquel bulto, pero la ciudad parecía tener todos los
zaguanes sellados a la solidaridad. Una larga y cenicienta sucesión de formas
que deberían ser casas pero que no exhalaban tibieza, como si estuvieran
habitadas por personajes antiquísimos a los que se les olvidó encender las
chimeneas, y que se fueron acostumbrando a la languidez de las sombras deslizándose
por las habitaciones.
Se ovilló, más por costumbre que por frío, y siguió temblando
en pequeños estertores de moribundo empedernido. No recordaba cuánto hacía del
último plato de sopa caliente, de la última mirada fraternal, y por supuesto
que había perdido la noción de una cama tibia o una caricia recibida con el
superlativo gesto de alguien que la brinda desde las entrañas del amor, del
cariño o la amistad.
Podría decirse que no era viejo pero que se desgastó
sufriendo, como si hubiera vivido centurias, acuciado por dolores que lo
estrangularon, con la fina y macabra sutileza de llegar hasta el límite, ni más
ni menos, y cuando parecía que la muerte salvadora lo rescataría, una mano
blanca, inmaculadamente viva y siniestra, lo rescataba con una orden: ¡Basta!
En ese instante maldecía la vida, y el dolor más inaudito y
sádico volvía a apoderarse de todos sus huesos, de cada resquicio de su enjuto
cuerpo que quedaba tirado sobre le hormigón, respirando estúpidamente con el
único cometido de sufrir.
La luna tonta como una moneda de plástico que traspasaba los
barrotes para dibujar líneas en el hormigón, pequeños caminitos del dolor, que
no conducían a ninguna parte.
Ayer, apenas ayer era simplemente un individuo trepándose a
los ómnibus, persiguiendo una moneda que le sirviera para un pantalón nuevo,
para al menos canjear por otro mes en aquella pieza donde se caía en un colchón
empozado por las noches, para levantarse más cansado por la monotonía de la agobiante semana que todavía le faltaba
caminar.
Ayer, apenas ayer, tenía una novia que le despertaba las
urgencias más primarias y sublimes. Tenía un horizonte, esquivo, pero horizonte
al fin que lo hacían levantarse todas las mañanas con una convicción de obispo
recién investido, y que lo enfrentaba al espejo para rasurarse como si fuese la
primera vez y única que lo haría.
Había sido un hombre, eso creía, un individuo más en la
colmena, pero un individuo al fin con sus manías y sus prisas. Ahora era algo
que miraba el dibujo de los barrotes que la luna seguía mostrándole en el
hormigón frío de junio.
Aguantó un remedo de llanto, pensando quizá que si lo dejaba
salir sin restricciones la realidad lo pondría frente a frente con algo que
quería suponer era un sueño, una asquerosa pesadilla que lo seguía hundiendo en
mierda y orines, que lo insultaba y que le recorría la médula de punta a punta,
con una descarga que lo hacía temblar. Después la nada, la exquisita y
acogedora nada lo esperaba. Una suerte de paraíso sin colores, pero también sin
dolor que efímeramente lo sacaba de todo aquello, hasta que una voz blanca y
fría lo devolvía al horror: ¡Basta! gritaba el hombre delgado y él volvía de
esa nada para enfrentarse nuevamente con el dolor más vivo y presente.
Dicen que los que mueren atraviesan un túnel, una suerte
pasadizo donde al fondo lo espera una luz placentera. Dicen que produce cierto
dolor volver de ese lugar porque los que llegan a ese punto no quieren
regresar. Para él no había túnel, ni luz, ni sensación placentera. Le habían
reservado la nada, y cada vez que lo sacaban boca abajo pendiendo de los pies
como el pescado más absurdamente ahogado, lo devolvían a aquella monstruosidad
tan cargada de vida que lo ponía cara a cara frente al dolor.
Cierta vez dejaron de insultarlo, de patearlo, y lo cargaron
como el bulto que era al camión. Rebotó en un par de pozos y nuevamente rebotó
cuando lo arrojaron en un baldío lleno de perros y de moscas que le parecieron
amistosas. Los perros ni se le acercaron, quizá lo creyeron un desperdicio
demasiado inmundo, y él se quedó ahí un buen rato bajo otra luna fría de julio
o de agosto, ya no sabía pero que le parecía diferente a la del calabozo. Se
arrastró, más por costumbre que por miedo y no se quejó por el dolor que lo
acompañaba como un viejo amigo sordo y terco.
Caminó por ahí, sin saber dónde estaba el norte o el sur y ni
una estrella salió su encuentro, pero la soledad era una cálida promesa de
felicidad que se truncó al poco rato cuando otro camión verde y disneico volvió
a cargarlo a patadas y puñetazos. Otras botas lo bajaron, y sus brazos
acostumbrados al alambre no se resistieron cuando los juntaron por detrás desde
las muñecas.
Estaba tan acostumbrado a crujir, y a gemir que le pareció
hasta natural todo aquello: la falta de aire, la espina dorsal temblando por la
electricidad, el frío del hormigón, el vómito de sangre, los ojos encallecidos
por el trapo; y otra vez la nada, la más exquisita y pacífica nada. Y otra vez
¡basta, es suficiente! Para devolverlo a la inmundicia de vivir.
Estuvo así no supo cuánto, de la nada al insulto, de la
pacifica oscuridad, del desmayo mortuorio a esta realidad de estertores e
insultos…
Lo cargaron, lo tiraron, lo hundieron en humedades viscosas,
y lo sacaron. Tembló y retembló de pies a cabeza hasta que se le murió la
esperanza que ya no tenía y se resignó a eso como si eso fuera una forma de
vivir, como si no existieran los domingos al sol, las manos de una mujer junto
a la suya, el recuerdo de algo humeante cocinado por el amor filial. Hasta que
otro camión o el mismo, lo tiró. No supo si era el mismo porque ya no recordaba
ni la disnea, ni el crujir de los neumáticos en el canto rodado, ni cómo
rebotaba y rebotó primero en el piso del vehículo y después en el adoquín. Una
bota quizá, no pudo identificarlo, lo tiró y él se quedó allí.
Cayó sobre un frío distinto al hormigón, después supo que era
el adoquín de la pendiente que aceleró la marcha del camión, y él se ovilló
contra una sobra mientras el gato sobre el tejado maullaba sus urgencias
sexuales indiferente como todos los gatos, porque no hay ser más mezquino y
ególatra que un gato en celo.
La luna como testigo. El negro de la noche como techo que lo
invadía todo, y el crujir de algunas hojas arrastradas por un lívido viento.
Probó respirar y comprobó que estaba vivo. Amagó a moverse y pudo hacerlo.
Tocó, olió, separó las manos que por costumbre las tenía a la espalda y
comprobó que el alambre ya no estaba; y se deslizó en silencio, ya no como un
muerto.