¡Guerra al godo!
Aldo
Roque Difilippo
El
hombre para sobrevivir debe valerse de artimañas, y mucho más
en tiempos difíciles cuando a mis 34 años, allá por 1811, se produjeron
las revueltas en los campos de Asencio. No se si estuvo
bien o mal, puedo decir a mi favor, que sobreviví, cosa difícil en los años de
la revolución. Don José llamó: "Ramón Fernández", y de inmediato contesté
"Presente" al frente de 96 Blandengues, avanzando resuelto en la
columna del centro en el glorioso día que vencimos en Las Piedras. Estaba
acostumbrado a
cumplir las órdenes, desde que era Cadete en el Cuerpo de Blandengues en
Montevideo, en 1799, experiencia que acumulé
también en 1804 cuando me ascendieron a Oficial en el Cuerpo de Veteranos de
Caballería de Blandengues de la frontera de Montevideo; pero la mayoría del Ejército
poco sabía
de disciplina en el arte de la guerra: gauchos de todos los lugares, libertos,
indios con sus chusma, que avanzaron como un enjambre de avispas enojadas.
El
18 de mayo amaneció sereno, luego de tres días de lluvia.
Veníamos
cansados, pero deseando toparnos con las fuerzas realistas.
Un rencor contenido corría por boca del paisanaje.
"Guerra
al godo" vociferaban los hombres en los fogones. "Guerra al
godo" repetían las chinas en los pericones. "Guerra al godo"
parecían repetir nuestros caballos que se empecinaban cinchando
en el barrial, cruzando arroyos desbordados, o aguantando
la lluvia y el frío cuando acampamos en Guadalupe, y
en Canelón Chico a la espera de la orden que desatara ese grito
contenido.
Tiempo
después, ese grito se transformó en un canto hermoso que le escuché a un guitarrero en una pulpería
por Guadalupe.
No
recuerdo ni el nombre ni el aspecto del paisano, pero me quedaron prendidos algunos versos sueltos:
"...No me vengan con embrollas
De patria ni montonera
Que para matarse al ñudo
Le sobra tiempo a cualquiera..."
"...Cielito cielo que s¡
Baya un ciento para todos
Miren que lindos patriotas
Los Portugueses y Godos..."
"...Cielito cielo que s¡
Baya un betún por detrás
Tres patrias hei conocido
No quero conocer más..."
En
el campamento la paisanada se entretenía en torno al mate la guitarra. Don José fumaba, rodeado de sus
jefes, en cuclillas, mientras la guampa con ginebra pasaba de mano en mano de la rueda que evaluaba la situación.
Había
recibido informes
de los movimientos de su hermano Manuel Francisco, y de los patriotas que habían partido rumbo a
Colonia. Mientras sus
jefes dialogaban acaloradamente, él los observaba como rumiando las ideas. Su actitud era como esas
garúas cansinas y pertinaces
que parecen inofensivas y cuando nos damos cuenta nos
han empapado sin remedio.
Por
la noche se lo vio recorrer los fogones, aceptar un pedazo
de asado o un trago de ginebra. Después se entretuvo conversando con un grupo
de indios que, apartados del resto, parecían
querer desentrañar el misterio de la noche cerrada, con
la mirada perdida en aquella negrura infinita. Ellos lo llamaban
"El gran cacique" y lo veneraban tanto como a sus viejos
caciques, en tanto don José los respetaba quizá más que a
los altos oficiales que lo acosaban con consultas, o dándole informes de los movimientos del
enemigo.
Escuchaba
los consejos de los más viejos con una espectación de niño curioso, dialogando en su lengua como pocos
he visto en
nuestra campaña.
La
gente estaba resuelta, y fue arduo el trabajo del General y
los jefes de división para poder contenerlos. Parecía que las
tacuaras se desbocaban de las manos de los hombres.
Incluso
la indiada y los lanceros del Batallón de libertos sentían como sus armas exigían
el encuentro, apuntando incesantemente en dirección a los muros de Montevideo.
En este grupo encontré a una negra bellísima, empapada bajo la lluvia, que
azuzaba el ánimo de sus compañeros, mientras sus motas, en notoria
rebeldía, seguían resistiéndose a aplanarse con el agua.
Después, Soledad Cruz, la morena lancera del Batallón de Libertos, avanzó en la primera fila de la
infantería, con su pecho desnudo como lo habían
hecho sus abuelas africanas, y cayó semi inconsciente al explotarse un
barril de pólvora en pleno combate.
Soledad
había tenido amores con una sombra, y quizá por eso salió ilesa de aquella
batalla. Tiempo después la vi con sus pies descalzos, su vestimenta raída y
sucia, acompañando al General en la redota. Ni el vestido gastado, ni los
talones rajados por la caminata, pudieron aplacar la rebeldía de Soledad,
con sus motas más negras y encrespadas.
La
orden era esperar, y a nuestro pesar lo hicimos. Recién sobre las 10 de la mañana se produjeron los
primeros tiroteos entre
ambas caballerías. Se fue generalizando el griterío entre
criollos, indios, mulatos y negros.
Una
partida realista se desprendió para dar alcance al grupo de
Antonio Pérez que había salido al encuentro con la orden de llamar
la atención. Los godos golosos ante una victoria segura, avanzaron más de lo
prudente sobre el pequeño grupo, obligando a su jefe a salir en su auxilio.
Don
José Artigas convocó a Junta de Guerra y
todas las opiniones coincidieron en que era el momento propicio para atacar.
Después exhortó a la tropa, recordando los triunfos anteriores
y el honor con que debían distinguirse los soldados de
la Patria , en
tanto todos repetían que estaban dispuestos a sacrificar
sus vidas en la empresa.
"-Empuñemos
la espada, corramos al Combate! -dijo
don José- Venguemos
nuestra patria. Tiemble el déspota de nuestra justa venganza. Su centro será convertido en
polvo".
Don
José estaba enardecido por la respuesta obtenida, recorriendo al galope cada línea
del Ejército. Estaba realmente desconocido, con una euforia indisimulada, y no
era para menos, la noche anterior se había enterado que los godos saquearon
la Estancia
de su familia, llevándose más de mil cabezas de ganado.
La
intención era sacar al enemigo de su ventajosa posición, y la
aparente huida de los comandados por Antonio Pérez se convirtió
en una estrategia formidable.
Ya
en campo favorable para nuestros intereses, la balanza se equilibro, llegando a
volcarse a nuestro favor, ya que en el primer encontronazo la mayor
parte de la caballería española se pasó a nuestro bando, luchando con tanto
fervor como nuestros más encendidos combatientes.
"-Carajo! -gritó don José, y después-...Jaha
perupi..."; y todos nos lanzamos al
ataque.
Los
godos hacían estragos con su artillería, en tanto la nuestra, escasa y poco
adiestrada, solo llegaba a aturdirnos con el estruendo.
Desatada
la guerrilla, don José recorrió nuevamente cada fila, recordándonos el honor
con que debíamos combatir siempre los soldados de la Patria , para encargarse en
dirigir la Infantería
veterana.
Sintiendo
el impacto de nuestro movimiento rápido, los Godos comenzaron
a retroceder, sin poder evitar el encuentro fuera de la altura ventajosa que
ocuparon en la mañana. Después la caballería
española echó pie a tierra, y nosotros comenzamos a buscar
el combate cuerpo a cuerpo.
El
General Artigas notó que el entrevero no nos favorecía, ya que
nuestra inferioridad de armamento era notoria. Con mucho esfuerzo junto a sus
oficiales, logró recomponer la formación de batalla, regulando los fuegos, al
tiempo que la artillería española
hacía sentir todo su peso en los tres puntos de nuestra
línea.
Ubicó
dos hileras de tiradores que comenzaron a avanzar bajo el asedio de los godos,
obligándolos a replegarse hacia Las Piedras, mientras algunos de su tropa
tiraban las armas para meterse en las zanjas y
así quedar a cubierto de las
balas.
En
tanto, el Teniente Coronel Manuel Francisco Artigas y su tropa culminaba su
movimiento envolvente que cortó la retirada de los godos, mientras don José
montaba su segundo caballo dándoles
la orden de avanzar. La entrada en acción del grupo de
la extrema derecha al mando del hermano
de don José contribuyó a rubricar nuestro éxito en el combate.
Todos
los esfuerzos de los cañones godos fueron inútiles para contener el avance de
nuestras chuzas, de nuestros indios y gauchos que llegaron hasta la boca de los obuses, acostumbrados al combate cuerpo a cuerpo.
Los
españoles tiraron sus fusiles, levantando la bandera de parlamento.
El General, a pocos pasos de Posadas, le dio garantías de que sus vidas serían
respetadas.
El
triunfo fue rotundo, y el General debió empeñarse nuevamente en contener el
ardor de los nuestros para evitar los
excesos de la tropa.
Eran
las cuatro de la tarde, y el desenlace de la batalla había rubricado nuestro éxito.
Quedaba
entonces la ingrata tarea de recoger los muertos, mientras don José ordenaba a
su Ayudante Mayor que tomara el pueblo de Las Piedras. Allí los godos tenían su
reserva, y si no fuera por el movimiento de la columna de
Manuel Francisco Artigas, que les cortó la retirada, la historia pudo ser muy diferente.
En
Las Piedras quedaba una guardia de 30 plazas, con un cañón de a 4 y unos ciento
diez hombres. Se habían improvisado trincheras y las azoteas del pueblo le servían
de parapeto.
Sin
derramar sangre se consiguió la rendición, y al ponerse el sol, los clarines
anunciaron el triunfo definitivo.
Logramos
hacernos de 482 prisioneros y 22 oficiales, cinco piezas de artillería,
municiones y muchas armas.
Ya
en Las Piedras dimos cristiana sepultura a los 13 valientes patriotas caídos en
combate. Ramón Arregui, de las Milicias de Montevideo, Fermín (no recuerdo su
apellido), Joaquín Quinteros, nativo de Buenos Aires, Victoriano (tampoco se su apellido,
pero recuerdo que murió al amputársele una pierna por
las heridas sufridas en combate), Juan de la Cruz Morón , soldado
de la Tercera Compañía
de Patricios de Buenos Aires, Hipólito
y Francisco Lorenzo Cabrera, de la
Compañía de Patricios de Maldonado, Gregorio Casaca, y un
indio de quien nadie recordaba su nombre, son algunos de los valientes que
ofrecieron sus vidas defendiendo la Patria.
A
este indio lo recuerdo vigoroso avanzando sin
hacer caso a la descarga de la metralla, lanza en mano, y con una decisión
pocas veces vista en un combatiente. Su cuerpo estaba mutilado, pero todavía impresionaba la rigidez de sus músculos, como
resistiéndose a dejar la lucha.
El
amplio terreno donde se había desarrollado la batalla quedó salpicado de hombres
heridos, y armas destrozadas por el fragor del encuentro. Por aquí, alguien se
dejaba caer en el piso
fangoso, exhausto por la lucha. Más allá, otro desmontaba para dar descanso a
su caballo. En un extremo, los vencidos buscaban una explicación en algún punto
distante del horizonte, donde no pudieran toparse con las miradas burlonas de
aquel Ejército de desarrapados.
II
El
Capitán José Posadas meditaba en medio del grupo de prisioneros. El desastre
había caído sobre su Ejército y al cansancio por la ruda jornada se sumaba la
demoledora sensación que se debe soportar tras la humillación que implicaba la
derrota.
Días
después, más sereno, escribiría a sus superiores sobre "todas
las particularidades ocurridas en esta Plaza antes de mi salida, solo me limitaré
a imponerle desde el día 28 de Abril del presente año que salí
llevando a mis órdenes 186 compuestos de Marineros de Guerra y Mercantes y entre ellos como unos 15 soldados
de Marina los que dividí en dos Compañías mandadas por seis oficiales
del Cuerpo de la Armada
con dos cañones violentos que eran
servidos por Pardos y Morenos menos los Cabos de Cañón y cargadores que eran de Brigada".
Posadas
levantó la vista del papel y no pudo contener su impulso de anotar los elementos
previos que propiciaron la derrota. "A la hora de mi salida ya noté los excesos de una gente que acavaba de
desembarcarse, sin disciplina ni instrucción militar,
pues todo el esfuerzo de los oficiales y el mío no fue suficiente a
contenerlos de separarse del orden en que los hice salir,
pues aunque anticipadamente mandaba cerrar las tabernas
del tránsito, se internaban en ellas y se hizo general
embriaguez". Recordó los hechos
con claridad y los describió con puntillosa disciplina militar,
pues aquella gente a su mando "Era
enteramente insubordinada y sin disciplina y que
por consiguiente nada bueno se podóa esperar". Esa carencia de orden hacia los mandos golpeaba fuerte en su moral de hombre
acostumbrado al rigor de la vida marinera, y el Alférez Juan
Rosales llegó a exasperar sus nervios, un personaje poco
confiable "el cual verificó su conducta el día del
ataque, pasándose los Enemigos a quien está sirviendo desde
entonces".
La
lluvia padecida
a campo abierto servía para menguar el ánimo de la tropa y "fue indispensable estar
con las armas en la mano durmiendo en la formación de batalla con sus oficiales
a la caveza,... principió la
Tropa a enfermarse, y era forzoso remitir diariamente este Hospital muchos Individuos cuyo reemplazo no regresaba, y de esta
suerte se fue en pocos días desmembrando la fuerza; lo qual
también contribuyó la calidad de Tropa, que componiéndose de vecinos de la Milicia con Comercios y otras atenciones,
quebrantaban, en el momento que les era posible, la estrechísima
orden que yo havía dado para que solo diariamente se permitiese un hombre por
Compañía para practicar diligencias y las de
sus compañeros; sobre lo qual experimentó un perjudicial disimulo de los Cabos
y Sargentos, y tolerancia en muchos oficiales, de suerte que hubo días de
faltar hasta cien hombres, y todos los cargos que hacía me resultaban
infructuosos".
III
El
día de la Batalla
el ánimo del Capitán Posadas declinaba en forma estrepitosa. Acostumbrado a los
vaivenes del mar, a divisar
el ancho horizonte con resolución, esta línea ondulada que se recortaba contra
el cielo le deparaba sorpresas a cada tramo
del camino. Una brújula o un sextante resultaban inútiles -de haberlos tenido a mano- en aquel mar
verde y fangoso, pero extrañaba su presencia. Navegaba
por un mar ignoto
en una embarcación invisible, anárquica, que se dispersaba a cada tramo y que
con mucho esfuerzo podía recomponer a fuerza de ordenes e insultos, de amenazas
y rezongos.
Las
divisiones se desorganizaban constantemente, y no era para menos. Resultaba
imposible enfrentar a un ejército que avanzaba
por todos lados, escasamente armados pero sin temor. El Capitán Posadas se
esforzaba por recomponer las filas, pero sus
esfuerzos resultaban inútiles, especialmente ante los embates de la indiada,
que si bien contaba con pocas armas, se constituían en un enemigo difícil de
combatir. De torsos desnudos,
montando a dúo los caballos, mientras uno guiaba al animal
a toda carrera, su acompañante montando al revés, lanzaba una lluvia de piedras
y flechas, en medio de un griterío
impresionante. Era un espectáculo devastador verlos avanzar blandiendo
cuchillos y tijeras enastados, macanas de coronilla, y lanzas de tacuara.
Cinco
horas en su vida de marinero resultaban poca cosa, tan solo
un instante en la larga jornada dejando combar las velas y encauzar la nave en
la dirección que marca la brújula. Pero ese tiempo, a campo abierto,
en medio del griterío y la descarga de las armas, resultaron un suplicio para
el Capitán Posadas, que se desplomó como un bulto cuando le mataron el caballo.
Tras él, un sablazo que le hizo volar el sombrero, y antes que se repusiera
recibió otro que le dividió el carrillo izquierdo.
Después
vino lo esperado: levantar la bandera parlamentaria y la ingrata misión de
entregar su sable asumiendo la derrota.
Las
tropas orientales recorrían el campo de batalla, recogiendo heridos y muertos, haciéndose de pequeños botines de
guerra: un par de botas para un gaucho de talones embarrados, un sable que
sustituiría una lanza quebrada en el fragor
del encuentro, un crucifijo o unas espuelas de alguien que ya no podría
utilizarlas. En el tumulto dos miradas se cruzaron. Los hombres se
reconocieron. Las miradas dijeron muchas cosas en ese encuentro fugaz y sin palabras.
Uno palmeó el
hombro de un compañero herido, el otro se acomodó el sombrero y se quedó
sentado en medio del grupo de
prisioneros.
Pedro
Manuel García hubiera querido gritar que aquel que pasaba altanero vociferando
vivas a la Patria
era tan solo un traidor a las dos causas, pero su hombría se lo impidió.
Había
conocido a Ramón Fernández hacía muchos
años cuando en su "Estancia
de la Virgen "
en las cercanías de la
Capilla Nueva lo veía pasar hacia alguna pulpería o a visitar
alguna china.
"Si habrás carneado a mi
cuenta", pensó García y
recordó que cuando
escapó a Montevideo a ofrecer sus servicios a Elío tras el levantamiento de
Asencio, le llegaron noticias de las artimañas de Fernández. "Ahora se te ve muy guapito, -caviló
García masticando su rabia- pero yo se
bien que cuando te mandaron a enfrentar al gauchaje que se reunía en Asencio,
te hincaste y suplicaste por tu vida. Con gente como vos poco podrá
hacer ese Artigas y su camarilla".
Ramón
Fernández pareció adivinar los pensamientos de García y le devolvió una mirada
intimidatoria. El español lo ignoró. Según pudo saber cuando los comandados por
Viera y Benavídez armaron la revuelta en Asencio, Fernández había salido altivo
a su encuentro, pensando que eran tan solo unos gauchos desarmados que le
permitirían un triunfo fácil, y un
ascenso, pero el Blandengue cayó en la trampa. Se adentró en el monte
persiguiendo la partida de criollos y para su sorpresa
recibió un ejercito incontenible. Los criollos habían azuzado
varias lechiguanas y las avispas amedrentaron a los soldados que poco pudieron
hacer ante tremenda embestida, salvándose tan solo un español, el Teniente José
Maldonado quien
se arrojó con caballo y todo al arroyo de la Calera. Ramón
Fernández -le había contado un chasque
llegado de Mercedes- se arrodilló y suplicó por su vida, cayendo prisionero.
Después, pudo averiguar Gutiérrez, se las ingenió para hacerse pasar por
revolucionario, y de ah¡ en adelante se lo vió peleando por la causa
artiguista.
Se
enteró por diferentes emisarios, que este hombre, prepotente y poco confiable,
ya preso en Mercedes, se enteró de un oficio que Viera debía mandar solicitando
refuerzos, y se las ingenió para firmarlo, y después todos lo creyeron uno de
los vencedores en Asencio y en la toma de Mercedes, cuando no era más que un
pillo que aprovechó la circunstancia para sumarse al bando ganador.
Un
planazo en la espalda sacó a García de sus pensamientos. Apenas si pudo
reponerse del golpe, y levantar la vista cuando una descarga de insultos y
palos comenzaron a caer sobre los prisioneros,
que iniciaron una larga caminata agotadora, semidesnudos y hambrientos.
Debieron recorrer más de cuatrocientas leguas en una caminata que parecía no
tener fin.
Los
hombres llegaron al límite de sus fuerzas, mientras el frío y la carencia de
alimentos los hacían caer constantemente, incorporándose por la lluvia de palos
del gauchaje, que desde sus caballos no dejaban de insultarlos. En cada alto
que hacía la columna, aquellos desarrapados se dedicaban a carnear algún animal
y hacer circular la ginebra en torno al fogón, en tanto los prisioneros recibían
la orden de quedarse quietos y callados.
A
su espalda una columna de hombres y caballos avanzaba desafiante en dirección a
los muros de Montevideo. Cerca de la Iglesia Matriz , en una finca de dos plantas doña
María Rita Calvo de Gómez arropaba a su décimo hijo, de tan solo 35 días.
Lo
habían llamado José María Leandro Gómez, quien estaría predestinado a pasar los
primeros y los últimos meses de su vida en una ciudad sitiada.
Un
vecino español escribía en su diario: "Hace
pocos días que intimaron la rendición de la plaza y lo mismo hicieron con el
Cerro y los parlamentarios se volvieron sin respuesta. Como es probable que nos falten los víveres para
subsistir, mediante a que nada debemos esperar de tierra, porque de la banda de
fuera de los portones mandan ellos y es la razón porque hemos mandado algunos
barquillos en busca de arroz, trigo, fariña y minestra. El estado en que se
hallan las provincias del Río de la
Plata ¿qué podremos
pensar? ¿Qué podrá suceder? Si calculamos con juicio podremos sin disputa avanzarnos a decir que se perdió para
siempre la America
del Sur. No hay fuerza humana que haga variar la conducta ya a estas gentes,
siempre propensas a pensar en daño del europeo. Mucho tiempo hace que hicieron presente esto males a nuestro
gobierno, pero débil siempre, ha mirado con desprecio, sin dar una contestación
siquiera. Si ahora quiere pensar en el remedio, ya es tarde; sufra el mal
enhorabuena, que la conducta que ha tenido para con esta parte del mundo ha correspondido
perfectamente en sus resultados".