viernes, 11 de mayo de 2012

María y Serafín


Aldo Roque Difilippo



Caía la noche y el bar “El Pichón” estaba lleno. Algunos jugaban al truco, otros bebían y contemplaban a la hermosa María, la camarera, que atendía a los clientes.
De repente se sintió un grito, y ahí nomás cayó desplomado un hombre, con sus ropas bañadas en sangre: era Tomás, el dueño del bar que, atacado por Serafín, agonizaba en el piso.
Serafín hacía tiempo que miraba a María, la elogiaba, le regalaba caramelos, y hasta le propuso matrimonio.
A Tomás este cortejo le molestaba mucho ya que María era casi de su propiedad, así que un día dejó las cosas en claro con un par de gritos y una bofetada en medio del bar mostrándole a todo el que quisiera ver como eran las cosas. La mujer bajó la vista, sirvió la copa al cliente que la esperaba y se fue a su pieza a llorar en silencio.
Serafín descargó su rabia contra un árbol, que trompeó con tanta vehemencia imaginando que cada golpe impactaba en el rostro de aquel viejo prepotente que lo miraba con una actitud desafiante.
Siempre se conformó con lo a los otros les sobraba o despreciaban. Ocupaba sin cuestionarse el último banco del comedor de la fábrica y almorzaba en silencio, sin reclamar si la comida era poca o si acaso estaba fría. Comía lo que le daban. Trabajaba junto a su máquina sin cuestionar las órdenes recibidas. Incluso en muchas ocasiones recibía reprimendas inmerecidas por faltas que otros cometían pero que él no cuestionaba.
Cuando niño su puesto era siempre el de golero, y recibía todos los pelotazos posibles, algunos lanzados con malicia pues todos sabían que aquel ser desgarbado y pálido nunca reclamaría una falta ni increparía al agresor.
El día del cumpleaños de Yamandú, después del asado, el vino y la cantarola, la barra decidió terminar la noche en el bar “El Pichón”, no porque se hubiera terminado el vino, sino porque allí podrían tener la compañía femenina que les estaba faltando. Entraron cantando canciones de carnaval, tocando el tambor sobre las mesas y llenando el ambiente de un clima festivo que contagió a los escasos parroquianos que se dormían junto a un par de vasos de ginebra.
Serafín sabía qué lugar debía ocupar en la fila, así que no protestó cuando le dijeron que él iría con María la nueva pupila del viejo Tomás. Una muchacha bonita, pero demasiado delgada, que le prometía una escuálida noche de amor, mientras sus compañeros saciarían su virilidad con cuerpos más atractivos y carnosos.
Aquella noche Serafín sintió que por primera vez en su vida ocupaba el primer lugar en la fila, y se quedó con la vista clavada en los tirantes del techo, extasiado como cuando se tiraba sobre la gramilla a contemplar las estrellas que parecían hacerle guiñadas sólo a él, en las noches de verano.
Se quedó con la vista en blanco y el corazón palpitando de un cansancio nunca experimentado, por más que no era un novato en aquellas desvencijadas camas del bar.
Después se le hizo costumbre. Llegó a gastarse la quincena entera en aquella cama que hasta pareció cobijarlo con su continuo chirriar.
María le contó de la orfandad y el hambre, de un estómago que no dejaba de crujir, y del frío colándose entre las maderas de una casucha desvencijada a la orilla del pueblo. Le expuso su vida, desnudándose como lo había hecho tantas veces frente a manos lascivas que la recorrieron sin preocuparse de su historia ni de sus lágrimas.
Serafín la rodeó y le pareció que aquel cuerpo se le escurría entre los brazos. Le pareció que no estaba siendo lo suficientemente hombre como para hacer lo que se debía, y en un arranque de heroísmo juntó toda la valentía que nunca había tenido y encaró al viejo Tomás.
-La María se va conmigo.
El viejo lo miró intentando recordar cuantas copas había tomado Serafín, y pensó: “Este todavía no está tan en pedo”. Le pegó una pitada al pucho y se amasó los bigotes, como buscando la palabra justa, pero sólo se le ocurría putearlo sin más preámbulo.
-Ya le dije que aprontara sus cosas que me la llevo.
-¿Si? –dijo Tomás apoyando sobre el mostrador un viejo revólver que parecía tener ganas de demostrar que aún estaba en actividad.
A Serafín no le quedó hacer otra cosa más que bajar la cabeza y buscar la puerta de salida.
La voz de Tomás lo frenó cuando intentaba trasponer el umbral:
-Cuando cancele la deuda por casa, comida, ropa, y toda la plata que puse en ella podrá irse si quiere. ¿Estás dispuesto a cancelar esa deuda?...
Serafín siguió visitando el bar, pero pocas veces pasaba a la pieza del fondo, y las veces que lo hacía era a instancias de María que intentaba sacarlo de esa depresión en la que había caído su machucado machismo.
Se había decidido juntar la plata que fuera necesaria para sacarla de aquel lugar, pero internamente sabía que nunca lo lograría, como tampoco lograría aceptar que otros cuerpos la poseyeran, y comenzó a enredarse en pensamientos enfermizos que lo desvelaban. Trabajaba sin ánimo en la fábrica, para volver demorando llegar a su casa donde solamente lo esperaba la radio y una cama angosta y fría.
Algunas noches iba al bar. Fumaba un cigarro en una mesa apartada, y se flagelaba imaginándola en la cama del fondo con una nueva compañía que pagaría preocupado únicamente por satisfacer sus necesidades.
La última noche el bar desbordaba de gente. Habían pagado el aguinaldo y media fábrica bebía y cantaba en sus mesas.
Un brazo, no importa de quien, tomó por la cintura el cuerpo de María, que intentó sonreír, asqueada de tanto tumulto, humo de tabaco y alcohol.
La muchacha quiso huir de aquel lugar, quizá avergonzada por la presencia de Serafín, pero la detuvo un insulto del viejo Tomás que salió detrás del mostrador con la intención de aleccionarla. Pero fue lo último que hizo, pues se congeló con el brazo en el aire y el estómago abierto en dos por una media botella empuñada por Serafín.
El último de la fila, el peón de la fábrica bueno para cualquier mandado y cualquier broma, saltó por sobre las mesas y abrió en dos a aquel viejo prepotente con el coraje y la decisión que nunca había tenido.
Después, cuando la música y las voces se aplastaron ante tremenda escena, tiró la media botella ensangrentada junto al cuerpo de viejo que aún palpitaba. Se bebió una ginebra que estaba servida en el mostrador y comenzó a quitarse, meticulosamente, la sangre de las manos.
En la pieza del fondo, María se escurría en un charco de llanto.

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