lunes, 11 de septiembre de 2023

 

Ya no como un muerto

Aldo Roque Difilippo


La calle, como un animal muerto, yacía larga y silenciosa bajo una luna mortecina que abrumaba de soledad la pendiente. Un gato estiró el lomo desprendiéndose de un rencor, y maulló un lamento largo que onduló en cada azotea hasta perderse en busca de aquel amor que lo enfrentó a un pendenciero y que lo dejó con las urgencias sexuales magulladas.

Lo miró desde el pretil, con la indiferencia de quien mira un drama que no le pertenece, afinó la oreja en busca de un rumor que lo aproximara a alguna presencia conocida, hasta perderse entre las chapas y el hormigón, con el lomo

plateado por la luna que se empecinaba en no caer en aquel cielo desolado y frío.


Contra la pared, ovillado, preservando apenas algunos síntomas que lo diferenciaban de algo inerte, un bulto humano temblaba o parecía temblar en la sombra que barría la vereda.

Ni un gemido. Ni un ladrido de perro. Ni siquiera el viento haciendo sonar las hojas secas. Era una suerte de foto con escasos movimientos, morosos, pesados, como un enorme animal al que le incomoda el caparazón.

El último sonido fue el chirriar de los neumáticos en los adoquines y el rebotar de aquel bulto,  pero la ciudad parecía tener todos los zaguanes sellados a la solidaridad. Una larga y cenicienta sucesión de formas que deberían ser casas pero que no exhalaban tibieza, como si estuvieran habitadas por personajes antiquísimos a los que se les olvidó encender las chimeneas, y que se fueron acostumbrando a la languidez de las sombras deslizándose por las habitaciones.

Se ovilló, más por costumbre que por frío, y siguió temblando en pequeños estertores de moribundo empedernido. No recordaba cuánto hacía del último plato de sopa caliente, de la última mirada fraternal, y por supuesto que había perdido la noción de una cama tibia o una caricia recibida con el superlativo gesto de alguien que la brinda desde las entrañas del amor, del cariño o la amistad.

Podría decirse que no era viejo pero que se desgastó sufriendo, como si hubiera vivido centurias, acuciado por dolores que lo estrangularon, con la fina y macabra sutileza de llegar hasta el límite, ni más ni menos, y cuando parecía que la muerte salvadora lo rescataría, una mano blanca, inmaculadamente viva y  siniestra, lo rescataba con una orden: ¡Basta!

En ese instante maldecía la vida, y el dolor más inaudito y sádico volvía a apoderarse de todos sus huesos, de cada resquicio de su enjuto cuerpo que quedaba tirado sobre le hormigón, respirando estúpidamente con el único cometido de sufrir.

La luna tonta como una moneda de plástico que traspasaba los barrotes para dibujar líneas en el hormigón, pequeños caminitos del dolor, que no conducían a ninguna parte.

Ayer, apenas ayer era simplemente un individuo trepándose a los ómnibus, persiguiendo una moneda que le sirviera para un pantalón nuevo, para al menos canjear por otro mes en aquella pieza donde se caía en un colchón empozado por las noches, para levantarse más cansado por la monotonía de  la agobiante semana que todavía le faltaba caminar.

Ayer, apenas ayer, tenía una novia que le despertaba las urgencias más primarias y sublimes. Tenía un horizonte, esquivo, pero horizonte al fin que lo hacían levantarse todas las mañanas con una convicción de obispo recién investido, y que lo enfrentaba al espejo para rasurarse como si fuese la primera vez y única que lo haría.

Había sido un hombre, eso creía, un individuo más en la colmena, pero un individuo al fin con sus manías y sus prisas. Ahora era algo que miraba el dibujo de los barrotes que la luna seguía mostrándole en el hormigón frío de junio.

Aguantó un remedo de llanto, pensando quizá que si lo dejaba salir sin restricciones la realidad lo pondría frente a frente con algo que quería suponer era un sueño, una asquerosa pesadilla que lo seguía hundiendo en mierda y orines, que lo insultaba y que le recorría la médula de punta a punta, con una descarga que lo hacía temblar. Después la nada, la exquisita y acogedora nada lo esperaba. Una suerte de paraíso sin colores, pero también sin dolor que efímeramente lo sacaba de todo aquello, hasta que una voz blanca y fría lo devolvía al horror: ¡Basta! gritaba el hombre delgado y él volvía de esa nada para enfrentarse nuevamente con el dolor más vivo y presente.

Dicen que los que mueren atraviesan un túnel, una suerte pasadizo donde al fondo lo espera una luz placentera. Dicen que produce cierto dolor volver de ese lugar porque los que llegan a ese punto no quieren regresar. Para él no había túnel, ni luz, ni sensación placentera. Le habían reservado la nada, y cada vez que lo sacaban boca abajo pendiendo de los pies como el pescado más absurdamente ahogado, lo devolvían a aquella monstruosidad tan cargada de vida que lo ponía cara a cara frente al dolor.

Cierta vez dejaron de insultarlo, de patearlo, y lo cargaron como el bulto que era al camión. Rebotó en un par de pozos y nuevamente rebotó cuando lo arrojaron en un baldío lleno de perros y de moscas que le parecieron amistosas. Los perros ni se le acercaron, quizá lo creyeron un desperdicio demasiado inmundo, y él se quedó ahí un buen rato bajo otra luna fría de julio o de agosto, ya no sabía pero que le parecía diferente a la del calabozo. Se arrastró, más por costumbre que por miedo y no se quejó por el dolor que lo acompañaba como un viejo amigo sordo y terco.

Caminó por ahí, sin saber dónde estaba el norte o el sur y ni una estrella salió su encuentro, pero la soledad era una cálida promesa de felicidad que se truncó al poco rato cuando otro camión verde y disneico volvió a cargarlo a patadas y puñetazos. Otras botas lo bajaron, y sus brazos acostumbrados al alambre no se resistieron cuando los juntaron por detrás desde las muñecas.

Estaba tan acostumbrado a crujir, y a gemir que le pareció hasta natural todo aquello: la falta de aire, la espina dorsal temblando por la electricidad, el frío del hormigón, el vómito de sangre, los ojos encallecidos por el trapo; y otra vez la nada, la más exquisita y pacífica nada. Y otra vez ¡basta, es suficiente! Para devolverlo a la inmundicia de vivir.

Estuvo así no supo cuánto, de la nada al insulto, de la pacifica oscuridad, del desmayo mortuorio a esta realidad de estertores e insultos…

Lo cargaron, lo tiraron, lo hundieron en humedades viscosas, y lo sacaron. Tembló y retembló de pies a cabeza hasta que se le murió la esperanza que ya no tenía y se resignó a eso como si eso fuera una forma de vivir, como si no existieran los domingos al sol, las manos de una mujer junto a la suya, el recuerdo de algo humeante cocinado por el amor filial. Hasta que otro camión o el mismo, lo tiró. No supo si era el mismo porque ya no recordaba ni la disnea, ni el crujir de los neumáticos en el canto rodado, ni cómo rebotaba y rebotó primero en el piso del vehículo y después en el adoquín. Una bota quizá, no pudo identificarlo, lo tiró y él se quedó allí.

Cayó sobre un frío distinto al hormigón, después supo que era el adoquín de la pendiente que aceleró la marcha del camión, y él se ovilló contra una sobra mientras el gato sobre el tejado maullaba sus urgencias sexuales indiferente como todos los gatos, porque no hay ser más mezquino y ególatra que un gato en celo.

La luna como testigo. El negro de la noche como techo que lo invadía todo, y el crujir de algunas hojas arrastradas por un lívido viento. Probó respirar y comprobó que estaba vivo. Amagó a moverse y pudo hacerlo. Tocó, olió, separó las manos que por costumbre las tenía a la espalda y comprobó que el alambre ya no estaba; y se deslizó en silencio, ya no como un muerto.

 

miércoles, 1 de febrero de 2023

 Una ciudad al  borde  del río

un ocaso que no es muerte ni es el fin,

y la tímida  luz resistiéndose a dormir.

 

Abajo el agua que no es el cielo,

arriba  el cielo, empedrado y vil.

Porque la tarde  muere como mueren las cosas,

con el silencio de lo mínimo,

como la ausencia…

acaso como el vivir.

 

Una ciudad  al borde del río

un azul que no es azul ni es añil,

y  una delgada  figura, sinónimo de resistir.

 

Aldo Roque Difilippo

 

 

 

miércoles, 18 de mayo de 2022

 

El monstruo

 

  -Maldito monstruo asesino! -gritó desesperado entre estertores convulsivos.


Del otro lado del pulverizador la mujer sonreía. Había conseguido liquidar la última cucaracha.

Acrílico  y lápiz sobre papel

miércoles, 4 de mayo de 2022

 

Del encuentro con el puestero, o la vez que Sancho Panza no pudo probar la caña

 

-        ¿Qué le sirvo paisano?

-        Si vuestra merced lo deseara, mucho agradecería un poco de pan, queso y buen vino.

El puestero había tenido un día pesado, un par de borrachos que casi se trenzan en un duelo que con esfuerzo logró evitar, el calor que no le daba tregua, como tampoco le daban tregua las ratas que le habían desbaratado un par de bolsas de galletas, por lo que no estaba con ganas de discutir con nadie.

-        Aproveche,  que es lo que hay –le dijo sirviéndole un generoso vaso de caña.

-        Vuestra merced disculpará –dijo el recién llegado-, pero...

-        Francisco es mi nombre.

-        Vuestra merced disculpará...

-        Que me llamo Francisco, como mi agüelo, y de gurí me decían Pancho.

-        Vuestra merced habla de una forma.

-        ¡Y dale con Mercedes! Mi nombre es Francisco. Francisco Machuca.

-        Yo recuerdo haber leído que un caballero español llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo o tronco, y con él hizo tales cosas aquel día y machacó tantos moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él como sus descendientes se llamaron desde aquel día en adelante Vargas y Machuca.

-        ¡No me venga con historias! Acá no hay ni Mercedes, ni Vargas, y el viejo mi padre, que también era Machuca, hace tiempo que murió. Si quiere tome su caña, y sino se va.

-        Hermano Sancho Panza –dijo el forastero volviendo la mirada a un hombre retacón con un sombrero que al puestero le dio risa-,  hemos metido las manos hasta los codos en esto que llaman aventuras, más advierte que, aunque corrimos todos los caminos nunca encontramos gente tan endiablada y descomunal como este ser.

-        Hace dos días que no probamos bocado –dijo Sancho-,  bueno sería tomar lo que nos ofrece. Además mucho me gustaría probar las cualidades de esa bebida que todos nombran.

-        Hágale caso al gordito y tómese una caña compadre.

-        Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento.

-        Peor será esto que los molinos de viento –dijo Sancho aproximándose a la puerta-. Tomemos eso que llaman caña, y si hay pan  y queso comamos, y sino poco importa.

-        Para conmigo no hay palabras blandas. Sabed que yo me llamo don Quijote de la Mancha, caballero andante y aventurero, y cautivo de la sin par y hermosa doña Dulcinea del Toboso...

-        Éramos pocos y parió la agüela. ¡Basta! Cartón yeno.. ¡Se van!

-        ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía? –se lamentó Sancho mientras el puestero, que había saltado el mostrador empujaba sin mucho esfuerzo la esmirriada figura del forastero que siguió insistiendo en su condición hidalga hasta terminar magullado contra un árbol.

-        ¿No le dije yo a vuestra merced? –repetía el personaje retacón mientras lo ayudaba a montar aquella bolsa de huesos con forma de caballo que lentamente lo alejó del lugar.


 El puestero se tomó la caña de un envión acodado al mostrador.

-        Mire que hay locos sueltos en estos campos –dijo en voz alta- pero ninguno como estos dos.

 

El horizonte recortó las siluetas. La más alta y desgarbada gritó: -Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.

- ¡Válame Dios! –dijo la otra figura ya convertida en un puntito- ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía?

 

 

 

                              Aldo Roque Difilippo

 

jueves, 18 de junio de 2015

El cubil


Aldo Roque Difilippo


En el inicio todo estaba tranquilo, callado, sereno. La lluvia caía, el viento soplaba, el sol iluminaba, y la vida discurría monótona, como el goteo del agua en una fuente. Y el Hombre dijo: "No está  bien que estemos solos. No está  bien tener frío en el invierno y calor en el verano, mojarnos cuando llueve..."
"La ciudad" óleo sobre fibra (0,90 x 0,80 cn)
Después juntó piedras, palos y barro, construyendo pequeñas madrigueras artificiales que se apiñaron. Un Hombre y otro Hombre se juntaron, uniendo músculos y sudores, cantando canciones que recién le nacían de los labios, mientras la piedra y el barro tomaba forma, mientras la madera se impregnaba del sonido de aquellos cantos recién paridos, formando vigas y armazones propiciadores de sueños donde nacerían otros seres que también cantarían levantando paredes en aquel ritual primigenio.
Cuando no hubo mas palos, piedras o barro por apilar, los Hombres descansaron, secándose el sudor a la sombra de lo que habían construido.
"El barrio de Eustaquio", óleo sobre fibra (0,40 x 060 cn)
Primero fue el tumulto de cuerpos acunando sueños insestuosos, promiscuos. Después fue "Casa solar" regida por el patriarcado de unos ojos altaneros y el sonar de cacerolas matriarcales atizando el fuego de un caldo espeso, de aroma penetrante, como esos amores circunspectos que no se cortan ni con la muerte. Fue también un conventillo, casas dentro de una gran casa, donde las mujeres parían su progenie en camas de hierro, y los hombres hacían nacer nuevos sueños con acordeones y guitarras.
Las hubo de Dios. Casas donde la espiritualidad manaba del incienso y el vino compartido. También las del comercio y la moneda. Las de asilar soledades geriátricas. Las que apiñaron manos y pies pequeñitos, descalzos de amor, en una orfandad de caricias y besos. Las hubo tolerantes al beso o al sexo furtivo, oculto en la noche. Las de paso en un camino, con el fuego siempre encendido y una mesa modesta esperando mitigar el hambre, la sed, o el frío; salpicando de encuentros la soledad del camino.
"Ciudad en amarillo", óleo sobre fibra (0,30 x 0,22 cn)
Encuentro de Pintores, Chapicuy
(Paysandú) , 2010
Después sólo casas, a secas, reducidas. Habitáculos ínfimos para dormir o comer, apiñados en panales donde abejas humanas apenas si reponían fuerzas en colchones empozados ante la fatiga diaria que los hacía correr durante toda la jornada, persiguiendo al esquivo sustento, el amor, o los sueños relegados en una esquina infantil, cuando el hambre o necesidades carentes de espíritu les imprimieron un nuevo rumbo al destino.
Pero a la sombra de un árbol añoso, o al rescoldo de un sueño dormido, siempre estará  esperando una casa, con sus cuentos de abuelos, o manos de madres secándose en el delantal, siempre a la espera del abrazo festivo del reencuentro; y habrá  también un patio, con su parral de sombra tupida, un limonero, quizá  alguna quinta y un ciruelo o un naranjo, esperando al niño que prefirió treparlo antes que ir a sestear.